sábado, 29 de septiembre de 2012

Asturias: Cuélebres, Xanas y... Templarios.

Costa de La Marina astur, en cuyas horadadas calizas se refugian cuélebres, sirenas, espumeros, y lavanderas.
 
 
En el extremo oriental de La Marina asturiana, lindando con tierras cántabras, hay un pequeño enclave costero apenas conocido, pero muy digno de ser visitado. Se trata del mágico Bosque de San Emeterio, el encinar más importante de la costa cantábrica, que alberga también robles, madroños, abedules y acebos.
Su espesura cobija ancestrales tradiciones sagradas, que entremezclan historia con leyenda y mito con religión. Aquí, durante siglos, se mezclaron los susurros de las divinidades y espíritus ancestrales con los cánticos gregorianos de los monjes, las salmodias de los druidas con los rezos de los peregrinos.
Actualmente, entre el Cabo Santumedé [San Emeterio] y la margen izquierda de la Ría de Tina Mayor, por la que desemboca el divinizado río Deva, se extiende la parroquia de San Roque de Pimiango.
A estas costas torturadas, arribaron lo mismo piratas normandos que santos caprichosos. Todos dejaron su huella, sobre una tierra que ya era sagrada desde los albores de la humanidad.

 
Aquí nos habla la leyenda sobre tres hermanos, Tina, Marina y Medé [Emeterio]. Viajaban en barco, cuando toparon con unos piratas. Mas se encomendaron a la protección de la Virgen, consiguiendo llegar a salvo a la costa. Entonces juraron, que nunca volverían a poner los pies en un barco. Aunque cada cual adoptó una postura distinta sobre el mar.
Marina, decidió que no quería verlo ni oírlo, por lo que se aposentó en tierra de Llanes. Tina, que no quería verlo, pero si oírlo, fue a vivir al Monasterio de Tina, desde el que se oyen las olas bramar. Emeterio, como quería seguir viendo y oyendo el mar, se instaló en la ermita de su nombre, desde donde se oteaba y escuchaba el océano.
El pueblo de Pimiango, asentado antaño en el barrio de Haedín, por “las Bajuras”, estuvo dedicado a la pesca, hasta que a fines del s.XVI una galerna pilló por sorpresa a los pescadores, quienes perecieron en su práctica totalidad. Los pocos supervivientes, juraron dedicarse a otras actividades y morir de hambre antes que volver a la mar.
¿No será esto una leyenda, basada en la leyenda de los tres hermanos que renegaron de navegar?

Bosque de San Emeterio, o Santu Medé, hogar de trasgus, xanas, ventolines, cuélebres y busgosus.

 
Los lugareños cumplieron fielmente su juramento, pero no murieron de hambre. Mudaron sus viviendas, apartándolas de la costa, para recrear el pueblo junto a la Casona del Palacio, propiedad de los nobles Gutiérrez de Colombres. Y el nuevo lugar de Pimiango, se constituyó parroquia en 1659.
Los citados nobles, vista la habilidad de los vecinos para trabajar el calzado, instalaron en su Casona un taller gremial para enseñar el oficio. De aquella escuela salieron los numerosos zapateros que, durante siglos, recorrieron las comarcas norteñas viviendo itinerantes, y calzando a media humanidad.
Dichos artesanos, elaboraron una jerga propia de oficio, la llamada “lengua de los zapateros”, el “mansolea”. Por ello fueron conocidos como “los mansoleas”: señores de la suela [de “man”, señor, y “solea”, suela], con rico folclore y tradiciones propias.
Aunque tenían por patrono natural a san Crispín, eran incondicionales de los santos Emeterio y Celedonio, e hijos predilectos de Nuestra Señora de Tina. Devociones que difundieron en su errabundo vagar, mientras fabricaban y vendían sus artesanías.

En la umbría del bosque sagrado, los celtas astur-cántabros, tuvieron un santuario donde adorar a la Madre Tierra.

 
Pero el carácter sagrado de esta comarca no nace en el s.XVI, con los “mansoleas”, proviene de muy antiguo. En las afueras de Pimiango encontramos las primeras huellas en la cueva del Pindal, santuario Magdaleniense donde, hace 15.000 años, la humanidad paleolítica dejó grabados y pinturas, de carácter mágico propiciatorio, con bisontes, ciervos, caballos, mamuts, jabalíes y peces.
Con posterioridad, se sabe que la zona fue ocupada por los cántabros orgenomescos, que tuvieron en los alrededores un importante puerto, y en el encinar sagrado un santuario al aire libre, posiblemente dedicado al dios Lug y a la Madre Tierra. Sus cultos a las divinidades naturales, se perpetuaron al menos hasta el s.V d.C., haciendo caso omiso del Edicto de Tesalónica (año 380), dado por Teodosio, que convertía la religión cristiana en la única permitida en el Imperio.
Genios de la Naturaleza, que no han desaparecido del todo, pues la espesa foresta todavía es guarida del Busgosu…

 
“Isti faunu selváticu i cerdosu:
de los bosques guardián inofensivu,
tien pezuñes i tien cuernus de chivu,
pero ye mansolín i cariñosu”.

Ermita de los santos Emeterio y Celedonio, dos soldados romanos de origen celta.

 
El naciente cristianismo, a fin de imponerse, asimila las creencias anteriores. Así, su mitología inventa la leyenda de los hermanos Emeterio y Celedonio para sincretizar viejas divinidades célticas. Pues, entre ellos, eran muy comunes los dioses por parejas, como los celtíberos Arentius-Arentia, y por tríos, como las Dea Matres.
Los susodichos santos se dicen ser celtas, oriundos de las montañas de leonesas. Allí son reclutados por Roma e ingresan en las tropas auxiliares, indígenas, de la Legio Gemina Pia Felix, acampada cerca de Lancia (León). Por su valor en combate, son condecorados con sendos collares torques, galardón romano de tradición céltica.
Sin embargo, cuando ambos se convierten al cristianismo, en tiempos del emperador Valerio, s.III, acaban martirizados por no querer renunciar a su fe. Tras larga prisión, estos soldados de Roma y del Cristo, fueron decapitados en las afueras de Calahorra (La Rioja).

A la sombra de árboles mágicos y ancestrales, se resguarda la capilla de los santos hermanos.

 
Los relatos mitológicos cristianos, cuentan que los ángeles toman sus decapitadas cabezas y las colocan en un navío de piedra, el cual es milagrosamente guiado hasta la costa de Pimiango. Allí, un peñasco enorme labrado por las olas, dicen ser aquella “barca de piedra” en la que, milagrosamente, arribaron a este lugar las cabezas de los soldados celtas mártires de su fe.
Se levantó para ellos un pequeño templo, pero los clérigos del vecino Portus Victoriae reclamaron las reliquias y ambos hermanos fueron escogidos por patronos de aquella ciudad, que tomó el nuevo nombre de Portus Sancti Emeterii, luego Sant’Emter, y ahora Santander (Cantabria).
En su catedral se veneran hoy día, dentro de unas barbudas cabezas plateadas, que recuerdan aquellos enigmáticos relicarios del Temple, conocidos como “Bafomets”. 

En un entorno tan sacralizado no podía faltar la fuente mágico-milagrosa, manantial de aguas sanadoras.


No debemos olvidar que los celtas tenían especial querencia por las cabezas, como símbolo de poder divino, y que estaban muy presentes en sus santuarios.
Desaparecidas las reliquias y sus relicarios, con forma de cabeza, en Pimiango quedó el recuerdo de su devoción en la pequeña ermita de los Santos Emeterio y Celedonio, llamada de Santu Medé, erigida junto a la Cueva del Pindal.
Al lado del santuario brota una fuente, milagrosa ya en tiempos célticos cuando estaba habitada por una ninfa, y cuya agua cura numerosos “males de los huesos”, especialmente de las extremidades inferiores. Por ello, los peregrinos acostumbran a refrescar allí sus pies. 

 
“¡Valamé! ¡valamé!
Mi tíu Xicu rompió un pie,
y después que lu rumpió
llevólu a Santu Medé”.

Aquí baila el mocerío, y subasta el ramo en la fiesta del santo. Remedo de primigenias ofrendas vegetales, a los genios de la Naturaleza.

 
Las noticias más antiguas son del s.XIII, aunque la fábrica actual de la ermita es del XVI. Mucho más antiguo es el humilladero, sito en el prado frente a ella, una capilluca abierta, sobre cuyo altar unas cerámicas reproducen la desaparecida imagen del santu Medé. Allí, el primer domingo de marzo mozos y mozas festejan el “ramu”, con cánticos, bailes, y subasta de los roscos de pan que cuelgan de la florida enramada, semejando un árbol de la abundancia. 
La vieja escultura del sufrido san Emeterio, dio motivo a un grotesco chascarrillo. Un año, por no sé qué cuestiones, la imagen de la Virgen no estuvo disponible para su fiesta. Como no se resignaban a celebrarla sin ella, alguien tuvo la ocurrencia de tomar la imagen del Santu Medé y vestirlo con el traje de la virgen, oculta su romana impedimenta militar por ropajes y manto. Con solo la cara al descubierto, les quedó “una Virgen” muy presentable para pasar el trago.
Pero el pueblo llano, que es socarrón hasta con lo más sagrado, en medio de la procesión se descolgó con estas coplillas:

 
“San Emeterio glorioso
el porqué lo sabréis vos,
pues que fuisteis elegido
para ser madre de Dios”.

El camino hacia Tina, no es un camino cualquiera, se trata del mismísimo Camino de Santiago, en su variante costera cantábrica.

 
Sin embargo, no terminan aquí los enclaves de culto ancestral en Pimiango. De la citada ermita, parte un tortuoso camino que, atravesando espeso bosque, subiendo y bajando empinadas laderas, sorteando barrancos y arroyos, nos conduce, en unos tres largos kilómetros, al santuario de una antigua Diosa Madre, la Virgen Negra de Tina. Lugar de confusas leyendas relativas a la Orden del Temple, incluida la sepultura de uno de sus caballeros, y la veneración de “dos hermanos” templarios elevados a la santidad…
Pero antes de llegar allí, debemos detenernos a mitad de camino, para pedir permiso de paso a un mitológico personaje de la primitiva religión astur, que todavía vive en el recuerdo popular: el Cuélebre.   

Cámaras inferiores de los “bufones”, en la base del acantilado.

 
Por estas costas, abunda un espectacular fenómeno geológico que fue venerado como manifestación divina, ya desde el neolítico. Se trata de los denominados “campos de bufones”, abundantes entre Llanes y Unquera debido a la morfología kárstica de la zona, los cuales han sido declarados Monumentos Naturales.
Los bufones son formaciones geológicas, básicamente chimeneas verticales creadas por el agua de lluvia, en la roca caliza, que ponen en comunicación la superficie costera con la base del acantilado. El mar, a su vez, creó cámaras, en la base del cantil, que comunican con las citadas chimeneas.
De esta forma, la llegada de una ola a la cámara comprime el aire y éste sale por el agujero superior, a presión, emitiendo el característico “bufido” que da nombre al sistema.

Los “bufones”, resoplidos del cuélebre, manifestándose en la costa, con surtidores de agua a diferente altura.
 
Si además hay pleamar o temporal, son realmente peligrosos. Las olas, al romper en el acantilado, llegan a ejercer tal presión que expulsan por el agujero superior un surtidor de agua pulverizada, de entre 20 y 40 m., ocasionalmente acompañado de algas, piedras, arena, y otros restos marinos, incluso peces. Entonces, emiten un “bufido” que se puede oír a varios kilómetros de distancia, helando la sangre en las venas.
Los bufones no suelen aparecer solitarios, sino formando conjuntos, con diversa potencia en cada chimenea. En días de tormenta, esto les da un carácter terrible y espectacular, por lo cual la antigüedad tuvo tales fenómenos naturales como manifestaciones divinas, venerándolos con ritos propiciatorios.
En muchos de ellos, posteriormente cegados, han aparecido cráneos humanos, restos de fauna, cerámicas, y otros utensilios, que presuponen su utilización con fines funerarios, o propiciatorios, desde la prehistoria hasta época romana.

El barranco del cuélebre, abierto en la roca cuando el monstruo se deslizó ladera abajo hacia el mar.
 
Entre la ermita de San Emeterio y el Santuario de Tina, el camino debe salvar un barranco que se desliza por un pavoroso despeñadero hacia el mar. La sima, desemboca en el océano a través de un “bufón” que, ocasionalmente, brama y ruge amenazador, de modo que se oye desde el santuario.
Junto al Monasterio de Tina, en el roquedo tras los encinares, hay unas cuevas. Cuenta una leyenda de la zona de Pimiango, que en una de ellas vivía un Cuélebre, gran serpiente con cabeza y alas de dragón, custodiando rico tesoro. Para que no les devorase el ganado, los monjes  le mantenían con grandes panes de centeno, aunque no daban a basto para aplacar su hambre.
Hasta que cierto día, llegó un peregrino volviendo de Tierra Santa, quien ideó meter dentro de la hogaza, marcada con la imagen de NªSª de Tina, una piedra calentada al rojo. Al tragarla y sentir la quemazón, el Cuélebre se deslizó ladera abajo, hacia el mar, creando a su paso el surco que hoy es barranco. Sumergido en las aguas, enfrió la piedra y la escupió pero, escarmentado, no volvió a su cueva.
Dicen que los rugidos y bufonazos, que allí se oyen entre la neblina, los produce este monstruo, eternamente ofuscado porque los monjes se apoderaron del tesoro que dejó abandonado en la caverna.  

Tan cerca está el barranco del Monasterio de Tina que, cuando el Cuélebre ruge, el eco de sus bramidos reverbera en las bóvedas absidales.
 
Otra leyenda cuenta que, la hija de un noble, se enamoró de un criado del Monasterio de Tina. Enterado el padre, recurrió a una bruxa que encantó a la joven y la entregó al Cuélebre para que la custodiase en su cueva.
Por asegurarse, preguntó el padre a la bruxa si había algún  modo de romper el sortilegio, y ella le respondió con estos versillos:
 
“El que su hermosura
quisiere gozar,
al Cuélebre tres besos
debe de dar”.
 
 
En la parte inferior del barranco, se abre un agitado “bufón”, por donde ruge el Cuélebre de Tina.
 
Escuchó aquello el enamorado, que estaba escondido junto a la entrada, y al amanecer el día de San Juan, cuando los cuélebres están aletargados, lo besó tres veces en la frente, y recitó el conjuro:
 
“Si pasache por la maldita,
que pases por la bendita.
Si embruxáronte dous,
d’embruxáronte tres,
a Virxe, san Celedoniu i santu Medé.
 
Así, la moza quedó desencantada y libre. Corrieron al Monasterio, donde se casaron, y el padre no tuvo más remedio que admitirlos porque llevaron consigo parte del tesoro robado al Cuélebre...

Las ruinas del Santuario de Tina, donde se manifiesta la presencia intangible de los genios de la Naturaleza.
 
Continuamos el camino, con permiso del Cuélebre bufón, a través de la espesura. Se trepa una cuesta, se baja otra, se cruza un puente de madera sobre un arroyuelo, y aún tenemos que subir buen número de escalones, tallados en una ladera para hacer más fácil la durísima ascensión. Pero cuando llegamos arriba, contemplar todo cuanto nos rodea compensa de las penalidades sufridas.
Allí, entre el mar y la Sierra Plana de Pimiango, en la llamada “rasa de Tina”, un calvero del bosque que la maleza intenta engullir constantemente, se alza lo que resta del Monasterio y templo de Nuestra Señora de Tina. Su situación, en tan apartado lugar, no estaba elegida al azar.
Estamos en pleno camino costero de Santiago, los peregrinos desembarcados en Portus Victoriae [Santander] cruzaban la ría de Tinamayor por Bustiu y, luego de atravesar el Bosque Sagrado de Tina, continuaban hacia Oviedo por Llanes y Ribadesella.
Había algunos que, por diversos motivos, sólo se detenían en la ermita de San Emeterio, pasando de largo por Tina, para ellos los lugareños acuñaron estos acusadores versitos:
“Quien va a Santu Medé, sin pasar por Tina, honra al Santu pero no a la Santina”.

La espesa vegetación circundante, se traga cíclicamente las ruinas. Helechos, hiedras, zarzas y enredaderas, azotan sus piedras como si de un verde oleaje se tratara. 
 
El enclave monástico tiene su origen en los siglos VII–VIII, durante la implantación del cristianismo en esta comarca Premoriense del reino Astur, divisoria entre cántabros y astures. En origen se trataba de un cenobio “eremítico”, nacido por la agrupación de diversos ascetas, cuya recóndita situación lo colocaba al abrigo de los permanentes asaltos que sufría la costa, primero por parte de los normandos y luego de los musulmanes, -hasta que, en 1147, se neutralizaron los principales focos de piratas en Lisboa y Almería-.
También aseguran, antiguos cronistas, que aquí vinieron a refugiarse muchas gentes visigodas, cuando la invasión musulmana avanzó imparable hacia el norte peninsular.    

Perdidas sus cubiertas y abandonado a la rapacidad del olvido, el templo de Tina se resiste a desaparecer.
 
Durante la invasión árabe, del 711, arribaron aquí monjes hispano-visigodos y mozárabes, que se regían por el “pacto monástico” anterior a la regla monacal de San Benito, convirtiéndose en un Monasterio familiar bajo la protección de algún noble. Con el traslado de la corte astur a León, diversos cenobios pasan a depender de las pujantes abadías leonesas. Según documento del s.XVI, hallado en el archivo de los Álvarez de Asturias, el 25 de agosto del 932, el conde don Alfonso y su esposa doña Justa donan Santa María de Tina al Monasterio de Nuestra Señora de Lebanza, en la montaña palentina.
En este momento coinciden tres circunstancias favorables, una etapa de repoblación, el despegue de la economía agropecuaria, y el creciente auge de la peregrinación jacobea.
Ello permite que, a mediados del s.X, se acometa la reconstrucción del viejo templo, ampliándolo.
Surge entonces, el germen del edificio que hoy conocemos, una estructura de tres naves y triple cabecera.

Sólo su triple cabecera permanece, relativamente incólume, protegida por un muro vegetal.
 
La creciente importancia del Monasterio de Tina, queda reflejada en su declaración como parroquia, del Arciprestazgo de Ribadedeva, según recoge tardiamente el Libro Becerro del Obispo de Oviedo, don Gutierre de Toledo (1385-1389). Aunque, según otros, se trataría de un santuario actuando de parroquia en funciones, ejerciendo su labor pastoral entre los dispersos asentamientos del contorno. Es curioso que, a pesar de titularse Monasterio, no existan testimonios documentales sobre su pertenencia a alguna de las órdenes monásticas conocidas. ¿Qué desconocidos monjes regían Tina, y administraban sus poderes espirituales? 
La fama de su Virgen, hace que a fines del s.XII, o inicios del XIII, se produzca una nueva reforma y ampliación, que le proporciona los rasgos románico-góticos actuales. Los trabajos arqueológicos realizados entre 1985 y 1986, han sacado a la luz una estructura de tres ábsides semicirculares, con un corto presbiterio, que continúa ahora en nave única con cubierta de madera. Elevado sobre la nave mediante tres escalones, el ábside central es el doble de grande que los laterales, y se comunica con ellos mediante pequeños arcos inter-absidales.

Ábsides rudos, sencillos y ascéticamente monacales, custodios de un tesoro espiritual.
 
El conjunto, aparejado a base de sillares en pilares y arcos, es de mampostería en el resto de la fábrica. Y, nueva curiosidad, a pesar de lo próspero del enclave, carece por completo de elementos ornamentales. Todo tiene un extraño aire, de primitiva austeridad: las ventanas absidales son simple saeteras, la portada oeste es un simple arco apuntado, los canecillos son lisos, el arco triunfal tiene molduras desornamentadas, los nervios de la bóveda absidal son simples sillares escuadrados… ¿Se pretendía, con esta ausencia de elementos esculturados, resaltar la presencia de la Virgen de Tina? ¿Estaría la riqueza en sus muros interiores, cubiertos de frescos?
Entre los ss.XVI-XVII, se elevaron los muros de la nave, y se levantó el gran arco central, para colocar nueva techumbre. La espadaña, parece corresponde a esa época, así como el ámplio pórtico que apoyaba en la fachada oeste mediante mensulones.
Los exiguos restos anejos al templo, son cuanto queda de las dependencias monasteriales, estructuras que nos hablan del carácter agrario y autosuficiente del cenobio. Buen ejemplo, son los restos de un horno adosado al nuro suroeste.

El templo del s.X tuvo tres naves, una por cada ábside, pero el del s.XII-XIII las unificó.
 
La crisis económica y social del s.XVII, provocada por la política de los Austria, produce la ruina de la burguesía, el declive de ganadería, industria y artesanado, revueltas populares, aparición del hambre, la miseria, el bandidaje, y un descenso demográfico. En estas circunstancias, el 29 de enero de 1626 la Abadía de Lebanza vende a Juan Escalante de Mendoza, vecino de Colombres, el monasterio de Tina “con todos sus derechos y hacienda, señorío y propiedad”. En la escritura de venta se estipula que “el prior de Tina, Toribio Ruiz, de ochenta años, pueda continuar en el monasterio hasta su muerte”.
El comprador no debió adquirir el Monasterio por pura “devoción”, sino para explotar sus propiedades agrícolas y ganaderas. De modo que en poco tiempo, el título de parroquia pasó a Pimiango, en 1656, y el santuario quedó reducido a ermita. No obstante, la fama de la Virgen de Tina continuó pujante, como se recoge en el archivo parroquial, donde todavía en 1765 se registran bodas, bautizos y oficios de difuntos en la ermita de Tina. Aunque su decadencia era ya imparable.

A los pequeños ábsides laterales, se accede por unos arcos abiertos en la capilla mayor.
 
En 1826, el Libro de Fábrica del templo parroquial de San Roque, en Pimiango, contiene esta anotación referida al señor obispo: “…Informado de que, en el pueblo de Pimiango, se encuentra la ermita de Santa María de Tinamayor, bastante arruinada por la omisión de los patronos …manda S.S. que les haga saber, que inmediatamente dispongan la reedificación de dicho Santuario”.
Parece que muy poco caso hicieron a su eminencia, y la desamortización, de 1835, acabó de dar el golpe de gracia a la desatendida ermita.
En 1921, el lugar había llegado a tal grado de abandono y destrucción que, don Aurelio de Llano, en su magnífica obra “Bellezas de Asturias” lo describe así: “...el templo de Santo Medero, cerca del cual existen las ruinas de una capilla ojival [SªMª de Tina] ...no merece la pena ir a verla”.

 
Conjunto sobrio y digno, carente de cualquier decoración, para no hacer sombra a su verdadero tesoro: la Virgen de Tina.
 
En 1927, el presbítero don José F. Menéndez, de la Real Academia de la Historia, nos deja noticia, que recogió in situ en compañía del Conde de Polentinos, sobre la existencia de dos santos templarios. Noticia contrastada luego, por el presbítero, en el selecto archivo de los Álvarez de Asturias, que poseía don Rodrigo Noriega.
La noticia viene de antiguo, pues la recogieron a mediados del s.XIX, el señor Sarandeses y el padre Miguélez. Dicen tales autores que, cuando ellos visitaron el santuario, había a los lados de la Virgen dos esculturas que veneraban los fieles cual si fuesen santos, preguntados los lugareños por la personalidad de tales personajes, les contaron que eran “dos caballeros del Temple, descendientes de la nobiliaria casa de Noriega, muertos en olor de santidad”.
Sorprendente noticia, habida cuenta de la ausencia de documentación sobre la presencia del Temple en Asturias.

Fotografía realizada hacia 1900, donde se aprecia la imagen de la Virgen, y a su derecha las esculturas de los dos “santos templarios”.
 
Los investigadores de 1927 no pudieron ver ya tales santos, tuvieron que contentarse con una vieja fotografía, pues según les contaron, a principios del s.XIX, “creyéndolas tesoro artístico” fueron trasladas a Madrid para su restauración.
El caso es que, al cabo de reclamarlas mucho, tanto el párroco como los fieles, acabaron contestándoles que no eran de ningún valor, estando en tan mal estado, que “al pretender restaurarlas se habían deshecho…” Una “autodestrucción” muy conveniente para los depositarios, que se libraban así de demostrar la carencia real de valor y, sobre todo, de devolver las esculturas.
¿Dónde fue a parar esta pareja de “santos templarios”? ¿En qué oscura mansión reposan los santos caballeros templarios, de ignorada advocación?
 
 
Foto de 1927, el templo desde la portada oeste hacia los ábsides.
 
En las excavaciones de los años ochenta, se constató que el interior del templo era un verdadero camposanto. El edificio del s.XII se había construido sobre aquel del s.X, respetando sus enterramientos, y añadiendo muchos otros nuevos, tanto dentro como fuera de la nave. No es de extrañar esta querencia funeraria, pues la fama del santuario propiciaría que muchos vecinos, nobles y plebeyos, buscasen el reposo eterno junto a la milagrosa imagen de la Virgen de Tina. A ellos habría que añadirles, los peregrinos jacobeos que fallecieran a su paso por el Monasterio.
De entre tantas tumbas anónimas, sobresalen dos, cuyas laudas aparecieron en la nave del templo. Una, completamente lisa, está tirada en el suelo partida en dos, junto al muro norte. La otra, que presenta decoración aserrada en los bordes y un ondulante tallo vegetal central, fue llevada al Museo Arqueológico de Oviedo.  
 
 
Lauda sepulcral de Tina, hoy en el Museo Arqueológico de Oviedo, perteneciente al sepulcro de un “santo templario” que luchó contra el Cuélebre.
 
De ésta, decían los viejos del lugar que pertenecía a la tumba de “un santo templario”. ¡Precisamente aquel peregrino que se atrevió a luchar contra el Cuélebre, y lo desalojó de su cueva! ¿Será posible? ¿Santos templarios, enterrados y venerados, en estas apartadas soledades astures? Lo más curioso, es que no se afirma la pertenencia del Monasterio y Santuario a la Orden del Temple, sino tan solo la veneración y enterramiento de algún caballero en el templo.
¡Cuando el río de la tradición suena… es que agua histórica lleva!
También se conserva, en la parroquial de Pimiango, una talla de madera procedente de Tina, con Santa Ana, la Virgen y el Niño, datada entre los ss.XV-XVI, trío que nos recuerda aquellos grupos de célticas “Matres”. Por la devoción de esta imagen, durante una época el templo fue conocido como “ermita de Santa Ana”, y su enclave como “Campa de Santa Ana”.

Nuestra Señora de Tina, Gran Madre del Bosque Sagrado, en su estado actual, restaurada y repulida.
 
Pero la verdadera dueña y señora del lugar es Nuestra Señora de Tina. Se trata de una imagen, en madera policromada, de la Virgen con el Niño, de mediados o fines del s.XII. Aunque perpetúa rasgos iconológicos del románico más antiguo, pues aparece como una “sede sapientiae” con el hijo centrado en el regazo, frontalidad, hieratismo de los personajes, arcaísmo en las vestiduras.
Es significativo que la imagen permaneciera siempre en el santuario, aun después de su ruina y abandono. Allí continuó, a la veneración de sus devotos, apenas protegida por la bóveda absidal, sobre el altar mayor. En medio de los muros que se derrumbaban, comidos por la maleza, estuvo recibiendo la visita de cuantos fieles se atrevían a penetrar la espesura del bosque, atravesar sus barrancos, cruzar sus arroyos y subir sus cuestas, para pedirle sus favores o presentarle sus agradecidos respetos.

La imagen de la Virgen “Morenita” de Tina, en 1927, entre las ruinas de su santuario. Cuando todavía conservaba restos de su policromía, que la delataban como una Virgen Negra.
 
Allí podemos contemplar a la “Morenita de Tina”, en aquella vieja foto de principios del s.XX, acompañada de los dos desconocidos “santos templarios”, dentro de un pequeño retablito, reinando entre la vegetación que trepa por sus muros. Como aquellas Madre Tierra, triples, que veneraron los célticos pobladores de este bosque sagrado. Y allí volvemos a verla, en 1927, cuando la fotografiaron, ya muy deteriorada, don José F. Menéndez y el Conde de Polentinos.
En medio de su selvática ruina, sobrevivió a los desmanes revolucionarios de los años treinta. Durante la guerra civil, de 1936, la imagen fue ocultada en el interior del faro de San Emeterio, salvándose así del triste destino de tantas viejas imágenes asturianas.
 
 
Bóveda absidal, sus rudos sillares ¿estuvieron cubiertos de frescos con la historia de la “Morenita de Tina”?
 
La divina efigie pasó luego a la sacristía del templo parroquial de San Roque, en Pimiango. En el año 1946, se intentó una restauración muy rudimentaria, con penosos resultados, en el Taller de Arte Religioso de Madrid, aunque al menos no sufrió el sino fatal de sus compañeros los “santos templarios”.
En 1986, padeció una nueva restauración en el taller “Regina Coeli” de Santillana del Mar. Reparación de calidad, pero excesivamente libre, que eliminó el fruto en la mano derecha de la Virgen, se inventó las manos y objeto que había en las del Niño, reinventó los rasgos de ambos suavizando su hieratismo, y lo peor de todo, trastocó los colores de vestidos y rostros, ocultándonos que en su origen la “Morenita de Tina” fue una Virgen Negra, sustituta de la Gran Madre ancestral.

El elevado suelo del ábside central, ha sido removido en varias ocasiones por los buscadores de tesoros. ¿Encontraron aquí el oro del Cuélebre de Tina?
 
Las piezas del rompecabezas están incompletas, pero basta enumerarlas para hacerse una idea del paisaje sagrado que debió componer: prehistórica cueva santuario, céltico templo en el Bosque Sagrado, fuente mágico-milagrosa de Santu Medé, cabezas-reliquias de la pareja santa Emeterio y Celedonio, leyenda del Cuélebre bufón, Camino Jacobeo, Monasterio de Tina donde se venera una posible Virgen Negra, esculturas de dos presuntos santos templarios, tumba de otro hipotético caballero del Temple matador del Cuélebre, y cueva con Xana custodia de mágico tesoro.
Un revoltillo propio del trasgu más travieso y enredador:
 
Agora non se ve, pero mió güelu
diz que lu vio cuando elli galantiaba,
qu’a los mozacos recios atutiaba,
i a los vallentes yos tomaba’l pelu”.

Lauda sepulcral de personaje desconocido, estaba entera hasta no hace mucho. La santidad del lugar, no lo protege del ataque de los vándalos.
 
, también una Xana, porque frente al Monasterio de Tina, en  una cueva vecina a la del citado Cuélebre, dicen los más ancianos del lugar que vivía uno de tales genios femeninos. Sentada a la entrada de su vivienda, el encanto hilaba con su rueca copos de oro, y prometía a los hombres sus tesoros si conseguían desencantarla. Pero ninguno se atrevía, porque de fracasar les esperaba la muerte. Hasta que un pastor, más valiente o irresponsable, se atrevió.
El reto, consistía en tomar la Xana en brazos y bajarla de un tirón hasta la playa, sin dejarla caer. Dicho y hecho, la cargó en sus brazos y emprendió la bajada hacia el mar. A medida que descendían por el bosque, la Xana se iba desencantando, pero cada vez pesaba más. Casi a punto de llegar al agua, el peso era ya tan grande que el pastor se sintió desfallecer, entonces relampaguearon los cielos, tronaron las nubes, y el pastor, del peso y del susto, dejó caer a la encantada sobre la arena. La Xana, convertida en niebla, regresó a su cueva. El pastor, agotado entregó allí mismo su alma.
Casualmente, dicen que la imagen de la “Morenita de Tina”, cuando se arruinó el santuario y quisieron trasladarla a Pimiango, fue cargada sobre un carro de bueyes. Pero, a poco de emprender el camino, se fue tornando cada vez más pesada, hasta que los animales no pudieron seguir tirando de ella, por lo que hubieron de volverla a su viejo templo…
 
“Dichosu d’el pereginu
que cruza en Bustiu la ría
i que llega a descansar
xuntu a la Virxen de Tina.
Qué bien duerme el peregrinu
cuandu la Virxen le mece.
¡Ay, quien fuera peregrinu,
en Tina, cuandu amanece!

Al lado derecho del ábside central, una oquedad recibe los “exvotos literarios” de los fieles que todavía acuden a las ruinas del santuario ancestral.
 
Todavía hoy, a pesar del abandono del lugar, las buenas gentes de los contornos continúan acudiendo el ruinoso santuario. No les importa la caminata, ni los obstáculos del bosque, ni el Cuélebre bufón, ni siquiera les importa que la Virgen Negra de Tina ya no more allí. Se adentran entre la maleza que devora las piedras, llegan al ábside y, en una oquedad lateral, depositan papeles con notas de agradecimiento a la divinidad. Porque algo les dice que, allí, y precisamente allí, con imagen o sin ella, es donde se manifiesta el poder celestial. La experiencia ancestral, les susurra que ese es un lugar de “Poder”, en el que la energía de Cielo y Tierra se unen para manifestar lo prodigioso.
Emprendemos el camino de regreso. Una música sorda, sin notas, resbala entre las vacías bóvedas y rebota en los viejos muros del santuario de Tina. Parece el simple murmullo de las hojas, pero en realidad se trata de la lengua ignota del bosque, mediante la cual, los milenarios espíritus de la espesura entonan su cántico a la Madre Tierra.
Salud y fraternidad.