miércoles, 21 de abril de 2010

“Quien va a Santiago de Agüero y se olvida del Salvador...”

Todos cuantos hablan de Agüero (Huesca), especialmente algunos “expertos”, advenedizos de última hora, se centran en el curioso templo de Santiago, sito en la soledad del monte pero no lejos del pueblo. Su polémica fama, ha dejado en el olvido la parroquial del Salvador, por ello aquí cuadra bien el refranillo que, durante el medievo, aplicaban a ciertos peregrinos jacobeos. Había muchos que, usando el camino de la costa, iban a Santiago de Compostela a través de Oviedo, pero por el ansia de llegar pasaban de largo ante la catedral de San Salvador. A estos, decían el refranillo:
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“Quien va a Santiago y olvida al Salvador, visita al criado y deja al señor”.
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En Agüero, efectivamente, sucede lo propio. Una mole de sensacionalismo, más agobiante que la de los impresionantes “mallos”, proyecta la sombra del olvido sobre los restos románicos de su parroquial.
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Es cierto que, el templo del Salvador, no presenta un aspecto especialmente atrayente, debido a las transformaciones que han hecho de él un edificio híbrido. La primitiva parroquial fue la capilla del castillo, -conquistado por Sancho III de Navarra-, y dedicada a San Miguel, cuando el pueblo se agolpaba bajo los muros de la fortaleza. En ese tiempo, el templo de San Salvador formaba parte de un Monasterio, citado en 1082 cuando Sancho Ramírez lo dona a San Pedro de Siresa. Pasado el peligro musulmán, la población se traslada junto al Monasterio y el templo de éste pasa a servir como parroquia del “burniau” -burgo nuevo-. San Miguel quedó como ermita, hasta que, en el s.XIX, el obispado de Jaca vendió sus ruinosas piedras románicas al boticario del pueblo. ¡Sic transit gloria mundi!
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El templo románico, de San Salvador, se alzó entre los siglos XII-XIII sobre el precedente monástico. Constaba de una sola nave y ábside de tambor, pero debía ser de cierta riqueza escultórica a juzgar por los restos conservados. No obstante, entre los siglos XV y XVII, se sustituyó el ábside por uno recto; se amplió la nave, hacia el oeste, con dos nuevos tramos; se sustituyó su bóveda por otras tardogóticas, estrelladas; se añadieron cuatro capillas, a cada lado de la nave, creando la ilusión de dos naves laterales, sobre las que se alzaron sendas galerías, de ladrillo, con arquitos; bajo las capillas del costado sur, se formó una cripta; y, por fin, en su lado norte se elevó una nueva torre.
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Del templo original, tan sólo subsisten parte de los muros laterales, un par de capiteles interiores, algo del ábside, la escalera de acceso a la torre, unos pocos canes ocultos en la galería norte, y la portada septentrional, cuya aparente tosquedad delata su estilo a caballo entre el románico final y el gótico incipiente. En el medievo fue la entrada principal del edificio, aunque observada de cerca se aprecia que éste no era su emplazamiento original. Sus sillares y dovelas, malamente ensamblados por canteros poco hábiles, delatan un montaje posterior, traída quizá de su fachada oeste.
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Se ha llegado a decir, que dicha portada no pertenece a este edificio. Los “expertos”, defensores de tal teoría, aducen que, al quedar inconcluso el templo de Santiago, la portada oeste de aquella construcción, que ya estaba tallada pero sin montar, fue traída a este edificio. Aunque más lógico parece que fuera la primitiva del Salvador, cambiada de lugar, pues su escultura nada tiene que ver con el estilo presente en el templo de Santiago. Otros no se privan de fecharla en el s.XI, cosa que no se sostiene, pues basta mirarla para conocer que no puede ser anterior al XII. Y hay quien, en su atrevimiento, atribuye la paternidad escultórica al Magister de Agüero, cuando ambos estilos se parecen “como un huevo a una castaña”...
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Lo mejor de la portada, salvando los curiosos capiteles con figuras del bestiario, es el precioso tímpano que, hasta no hace mucho, conservó restos importantes de policromía. Como dato curioso, la pieza no reposa sobre las habituales mochetas sino sobre capiteles y columnas, aunque quizá no fuese ésta su disposición original.
Rodeado por arquivoltas ajedrezadas y vegetales, podemos contemplar una escena esencial de la mitología judeo-cristiana medieval: el Cristo Pantocrátor rodeado por el Tetramorfo.
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La cabeza del hombre-dios, aureolado con nimbo crucífero, presenta una faz poco corriente: grandes ojos que, al carecer de trépano, parecen tener una mirada vacía, aunque en origen estarían pintados; marcados pómulos y barbilla hundida. El conjunto de su rostro, lejos de la serenidad que debe mostrar el “Cristo en majestad”, o la severidad del “Cristo juez”, más semeja la cara adusta de un recio campesino del “Reino de los Mallos”, trabajada por los vientos y soles del terruño. Sus manos, la que bendice y la que sujeta el “Libro de la Vida”, nos evocan también aquellas de los medievales campesinos aragoneses, prestos a empuñar lanza o arado según la circunstancia lo requiriese.
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El Tetramorfo, es también un poco particular. Cada personaje simbólico tiene, al lado, su nombre completo, excepto Juan, que figura con la abreviatura IOHS. Además, el águila de Juan porta una filacteria con el texto inicial de su Evangelio: “IN PRINCIPIO ERAT VERBUM”.
Lo poco que se ha salvado, aunque fuera de contexto, nos hace añorar lo mucho que allí hubo, y sospechar que, por su forma de expresar los mitos de la religión judeo-cristiana, el Magister de San Salvador de Agüero debió ser alguien tan especial, al menos, como el Magister del vecino Santiago.
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Salud y fraternidad.