martes, 31 de enero de 2012

"Juan G. Atienza", peregrino al Misterio.

Juan García Atienza, escritor, pero sobre todo gran viajero por los misterios de la España Mágica, ha emprendido este verano, de 2011, el viaje definitivo. Se ha embarcado, cual machadiano pasajero, en "la nave que nunca ha de volver", y surca el infinito hacia el Misterio final.
Conocí a este polifacético personaje gracias a un amigo común, Paco Padrón Hernández, mecenas y gran compañero de aventuras canarias, también viajero hacia el más allá, que nos puso en contacto cuando finalicé el manuscrito de mi primer libro. Rápidamente, Juan y yo hicimos buenas migas, aunque en eso no tengo mérito alguno, era fácil entablar amistad con "Juan G. Atienza", como él gustaba firmar sus obras.
Con la generosidad que lo caracterizaba, Juan me introdujo en el mundo editorial, propiciando la publicacion de mi primer libro, que se atrevió a prologar, y todavía reincidió prologando mi tercera obra. Sin olvidar, que gracias a él entré como colaborador asíduo en alguna revista de temas histórico-esotéricos.

¿Cómo olvidar tantas tardes, pasadas en la fabulosa biblioteca de su casa madrileña, en animado coloquio sobre templarios, intercambiando confidencias mil, preparando investigaciones sobre la ruta jacobea,  o soñando con inverosímiles descubrimientos de la mágica historia hispana? Cuando, con mi osadía juvenil, le interrogaba sobre preguntas sin respuesta, o me atrevía a reconvenirle por los gazapos que, ocasionalmente, su apasionamiento le hacía deslizar en algún libro. Y él, nobleza obliga, lo aceptaba todo con una sonrisa pícara, desenfadada, e incluso agradecida.
Por tanto, para no caer en el tópico, creo que el mejor homenaje que puedo hacer tras su partida, a quien fue guía, colega y amigo, es relatar una anécdota en la que, involuntariamente, nos envolvió el destino. Un anécdota, con su punto de picaresca, que nos define, y que define las circunstancias en que los investigadores de la historia oculta de Celtiberia hemos tenido que desenvolvernos.

Juan había escrito, sobre la enigmática Capilla de Mosén Rubí de Bracamonte, en Ávila, en dos ocasiones, despertando mi curiosidad [Guía de los recintos sagrados españoles, 1986, p.145-156; y La historia no contada, 1989, p.207-223].
Hablamos del tema, y me animó a visitar dicho templo para que luego le diese razón de cuanto el edificio me hubiese sugerido, y cómo interpetaba yo su presunto simbolismo masónico.
Así que, un 25 de mayo de 1991, me presenté junto a dos esforzadas acompañantes en la Plaza de Mosén Rubí, y acudimos al convento adjunto a la capilla, para solicitar en el torno la caridad de una visita. Ritual aparentemente sencillo, pero que puede resultar muy irritante. Tras un tiempo indefinido de espera, pues quien había de guiarnos estaba ocupada en otros quehaceres más apremiantes, apareció sor Irene. Una "monjita" dicharachera, quien con suma amabilidad y diplomacia, sin darnos apenas tiempo a que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra que reina en el interior del templo, nos advierte que por encima de todo está prohibido hacer fotos.
Luego, sutilmente, nos interrogó acerca del interés que nos movía a visitar un monumento tan "carente de importancia". Con igual "sutileza", le  hicimos creer que pensábamos escribir una biografía del citado Mosén Rubí y, de repente, sin que le preguntáramos nada al respecto, nos aleccionó sobre la ausencia absoluta de vinculaciones masónicas, mágicas o esotéricas, de dicho monumento.

Espoleada nuestra curiosidad por sus "espontáneas" afirmaciones, formulamos algunas preguntas al respecto, quizá con menos perspicacia de la que pensábamos poseer, o tal vez pareciendo demasiado ansiosos de "magia y misterio". Interrogantes, que ella sorteó con rara habilidad dialéctica y amplia sonrisa conventual, mientras para sus adentros decidía "qué" o "quiénes" éramos nosotros.
Porque, al cometer la impertinencia de insistir, casi nos delatamos, y lo más que obtuvimos fueron vagas referencias a "ciertos escritores, a los que Dios haya perdonado, que se atrevieron a escribir sobre lo que no debían, publicando fotos del interior de la capilla obtenidas con engaños y malas artes". Eso, y una sombra de sospecha que se proyectó, amenazando tormenta, en los ojos de la, hasta entonces, presuntamente, simpática y comunicativa "monjita".

Llegados a este punto, sor Irene, con una inquisitorial mirada, que traslucía la sospecha que le rondaba el alma, nos espetó de buenas a primeras:
   -¿Ustedes no conocerán, por casualidad, a un tal Juan García Atienza?
Mis acompañantes, dos damas prudentes, y yo, nos miramos de reojo, respondiendo casi a coro:
   -No, madre, no lo conocemos... ¿Por qué...?
   -Porque, hizo unas fotos que luego se atrevió a publicar, aunque le advertí que no lo hiciera. ¿No les habrá mandado él...?
   -Claro que no, no... que disparate, no sabemos quien es.
   -Mejor, porque ese diabólico escritor me dijo que hacía las fotos para su archivo y prometió no publicarlas. Y bien que me engañó, escribiendo además esos disparates sobre magia.
   -No reverenda madre, nosotros no sabemos nada de eso.

Al igual que el mitológico apóstol Pedro negó, antes que cantase el gallo, nosotros tuvimos que negar tres veces a nuestro amigo, para no delatarnos. Y aunque sor Irene decía no dudar de nuestra buena fe, "Dios no lo permita", se apresuró a dar por terminada la visita, pues le esperaban deberes ineludibles, eso sí, quedó a nuestra disposición para ocasión más propicia.
Y de repente, sin saber si había sido sueño o realidad, nos encontramos de nuevo con el sol cegador del exterior, amén de con la vaga sensación de que, tras las puertas que se cierran sigilosamente a nuestras espaldas, se guarda un enigma insondable. Mucho más, que el sentimiento de culpa por nuestra inocente mentira, "pecadillo venial" que esperamos nos haya sido cumplidamente perdonado por sor Irene, si acaso nos contempla desde su mitológico cielo. 

Porque, en lo que respecta a Juan G. Atienza, nos lo perdonó al instante de habérselo confesado. Haciendo gala de aquella campechanía y buen humor que lo caracterizaba, nos dijo en latín macarrónico, como si fuese el bufón de un rey:
   -Muy bien hecho, "ego te absolvo... a neccesitatis no hay pecatis".
Once años después, Juan publicó una historia novelada sobre el enigmático Mosén Rubí, bajo el título de "El compromiso", cuya fallida investigación de campo casi nos cuesta el anatema, y el sambenito, de una inquisitorial "monjita" abulense quien, por causa del pícaro Atienza, sospechaba que cada visitante de "su templo" era un "espía de Satanás".
Ahora, nuestro travieso amigo conoce ya todos los enigmas, y nosotros tenemos que consolarnos con su prolífica obra, lo cual no es poco, y con el recuerdo de los buenos momentos vividos, que ya es bastante.
Estés en la casilla que estés, de ese Juego de la Oca que es el ciclo de las vidas, ¡hasta siempre, Juan G. Atienza!

Salud y fraternidad.

martes, 17 de enero de 2012

¡Ábrete... Sasamón!

Aquí se alzaba el Monasterio de San Miguel de Maçoferrario, con su impresionante templo de cabecera triple y tres naves. Ahora, sus cimientos nutren el trigo dorado de estas tierras de pan llevar, y nuestros ojos son inútiles para adivinar las formas de su simbólica arquitectura.

Esta, es la historia de un descubrimiento aplazado y un inesperado chasco. En 1984, encontramos de casualidad, en una librería de ocasión, el magnífico libro del Dr. José Pérez Carmona, Arquitectura y escultura románicas en la provincia de Burgos (1959), obra pionera cuyo prólogo, de Fray Justo Pérez de Urbel, comienza así: "La provincia de Burgos no tiene todavía ni su carta arqueológica ni su catálogo monumental...", dándonos con ello una espeluznante visión del peligroso estado en que se encontraba el patrimonio cultural de aquellas comarcas castellanas.
Siguiendo el rastro de aquel trabajo señero, hemos visitado muchos de los templos románicos que allí figuran, aunque algunos de ellos ya han desaparecido, como el precioso ejemplar de San Miguel en Tubilla del Agua. Pocos son los que, al cabo de veinticinco años de andadura, nos quedaban por conocer, entre ellos uno que es reseñado, en la página 262, con esta escueta descripción: "...otra portada tardía es la de la antigua ermita de San Miguel de Mazorreros, muy próxima a Sasamón".

Cardos y rastrojos, gavilanes, conejos y perdices, son los guardianes de la memoria del perdido santuario de San Miguel. Y en la noche castellana, búhos y grillos lo adormecen con sus canciones.

Por fin, el pasado mes de agosto, caímos por Sasamón en busca de tal ermita y su portada. Lo que allí encontramos, nos dejó de piedra, pues no habíamos visto ninguna foto o descripción del edificio. Ya que, ni siquiera las obras presuntamente más completas del presente, sobre arte románico, citan este ejemplar, y las que lo hacen son tan escuetas como lo fue el pionero sacerdote don José Pérez Carmona.
A un kilómetro escaso de Sasamón (Burgos), en el camino que lleva hacia Villahizán de Treviño, existió una villa romana, con un pequeño templo familiar, en la que se halló una inscripción dedicada a Quintia Terencia. Sobre este enclave, se asentó en el medievo la aldea de Maçoferrario*, nombre que indica la presencia de una ferrería, y cuyo núcleo creció al amparo del Monasterio de San Miguel.

Las añejas y olvidadas piedras, parecen musitar aquellos filosóficos versos: "A mis soledades voy, de mis soledades vengo. Porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos".

Actualmente, en dicho lugar sólo podemos ver un extraño arco, al extremo de un campo de cereal. Parece la portada de un importante templo medieval, aunque ahora, desaparecido el resto del edificio, el hueco ojival asemeje la fantasmagórica entrada a una inquietante dimensión, propia de H.P. Lovecraft.
Porque allí, ni hay ermita, ni templo, ni edificio alguno, tan sólo las lisas arquivoltas y el desportillado vano de una abocinada portada, que aún en su desolado abandono pretende conservar el aire digno de un hidalgo, empobrecido, pero todavía orgulloso de sus descoloridos blasones.
Su silueta, nos evoca aquellos versos, entre surrealistas y tremendos, del poeta Miguel Hernández:

"Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuanto penar para morirse uno!"

Como un decorado de los cómicos de la legua, abandonado al acabar la representación, el arco de San Miguel semeja el ojo vacío en la calavera de un cíclope, cuyo esqueleto ha pulverizado el padre Cronos.

Sasamón, la antigua Segisama, "la más fuerte", fue capital de los celtíberos turmogos hasta su conquista por Roma. En este lugar, instaló Octavio Augusto su campamento para dirigir la guerra contra cántabros y astures. La ocupación romana dio categoría al lugar, que llegó a contar con foro, teatro, termas, calzadas con sus puentes, etc.
Pasados los tiempos turbulentos de las invasiones bárbaras y musulmanas, el lugar se fue recuperando, poco a poco, y al comienzo del medievo la proximidad al Camino Jacobeo hizo crecer su importancia. Tanto, que se erigió en obispado, citándose en 1059 el obispo Munio, y en 1100 al obispo Pedro Paramón, quienes levantaron la primitiva catedral románica.
Aunque, en 1128, Alfonso VII traslada el obispado a Burgos, su grandeza no decae, pues poco después de tal fecha se sitúa la llegada de los Templarios, cuyas posesiones, entre ellas un Hospital de Peregrinos, dependerán de la cercana Encomienda de Villasirga. 

Extraña puerta, por la que entrar es salir, todo al mismo tiempo. Extraña puerta, que nada guarda, que nada esconde, salvo el misterio de continuar existiendo.

Sasamón alcanzó su cenit entre los ss.XII y XIII, cuando se edifica la catedral románico-gótica de Santa María la Real, hacia la que se desviaban muchos peregrinos jacobeos por la fama milagrosa de Nuestra Señora. Tras las crisis de siglos posteriores, el lugar vivirá la aurea mediocritas de un rico enclave agrícola.
Por desgracia, en la Guerra de Independencia, todos sus tesoros fueron prácticamente aniquilados. Tropas napoleónicas y guerrilleros españoles, compitieron por arruinar y saquear el lugar. Llegados en 1808, los franceses se instalaron en Sasamón durante cuatro años, la catedral se convirtió en cuartel de las tropas de ocupación, el claustro fue transformado en cementerio y lugar de fusilamientos, y la sacristía se habilitó como burdel. Los lugareños colaboraron con los ocupantes, unos voluntariamente y otros obligados, luego, en venganza, los guerrilleros españoles de Santos Padilla remataron la faena, saqueando lo poco que habían dejado los franceses, al considerar que los habitantes de Sasamón eran "afrancesados" que había colaborado gustosos con el enemigo. El pueblo y el magnífico templo que hoy contemplamos, incendiados ambos en 1812, son tan sólo una leve sombra desvaída de su pasado esplendor.

Grandiosa e irreal, como un mendigo harapiento tocado con corona real, o un monarca engalanado de harapos. Esta portada trata de engañarnos, con los restos de su belleza, y nosotros deseamos ser engañados...

Pero no fue la Catedral de Santa María la Real, el único tesoro destrozado. En las proximidades de Sasamón, se perdió otra pieza excepcional del arte y simbolismo medieval.
El lugar que hoy conocemos como Mazarreros, se afianzó cuando a fines del s.XI se levantó allí un pequeño monasterio, documentado desde 1068. En dicho año, la condesa Momadona concede al obispo de Sasamón el Monasterio de San Miguel de Mazoferrario: "in Maçoferrario concedo monasterium S. Michaelis", donación completada en 1071 cuando le concede sus propiedades patrimoniales en ese lugar. Cuando Alfonso VII (1065-1109) disolvió el obispado de Sasamón, otorgó al obispo de Burgos las posesiones que la diócesis suprimida tenía en San Miguel de Mazarreros.

La imaginación se extravía al contemplarla, notamos que trata de absorber nuestro pensamiento racional, pero aunque su ojo sin pupila nos hipnotice, el vacío que la acompaña se hace palpable y nos inquieta.

El poderío económico del monasterio cisterciense, basado en la explotación agrícola, y en los peregrinos que atraía haciendo la competencia a la Catedral de Sasamón, motivó que, en el s.XIII, Mazarreros fuese cabeza de un Arciprestazgo, como consta en una escritura del Monasterio de Valcárcel. Esta pujanza, permitió a los monjes agrandar el edificio, entre los ss.XIII y XIV, consiguiendo un templo ricamente labrado y lleno de excelentes elementos artísticos.
Sin embargo, las crisis que asolaron Castilla, durante el s.XV, motivaron que su importancia fuese decayedo, de modo que, a fines de dicho siglo, el lugar acabó por unirse a Sasamón, como un barrio más. Al inicio del s.XVI, el monasterio estaba abandonado y muchos habitantes de Mazarreros se trasladaron al vecino Sasamón. A éstos, el prelado burgalés, les dio los solares de propiedad episcopal, que antaño habían sido de los Templarios, para que edificasen sus viviendas. ¿Acaso porque el Temple, con posesiones en Sasamón, había tenido algo que ver con Mazarreros? ¿O fue pura casualidad?

Hay un vértigo, casi cósmico, en la elevación de sus arquivoltas, en el giro de esos arcos hacia la nada, hacia el vacío azul del infinito cielo castellano.

En 1504, en la Catedral de Sasamón se abre la portada de San Miguel, en el costado sur de las naves, que hoy da acceso al Museo Parroquial. Parece ser que fue costeada por los vecinos de Mazarreros, en agradecimiento por la buena acogida que les dio el pueblo de Sasamón, cuando su traslado a la villa.
Consta de un elegante arco conopial, flanqueado por dos agujas góticas, entre las cuales se cobijan cuatro estatuas con dosel: san Juan Bautista, san Juan Evangelista, el obispo burgalés Pascual de Ampudia y Fernando el Católico.
Sobre todos ellos, la imagen de san Miguel. La puerta se divide en dos por un parteluz, coronado por el escudo de los Reyes Isabel y Fernando, con una cartela gótica: "Esta portada y capilla se acabaron el año de mil e quinientos e quatro años".

La piedra se hizo leyenda, o la leyenda quedó petrificada, o todo a la vez, no lo sabemos, porque la turbación que nos producen sus carcomidos capiteles, nos impide leer lo que el cantero dejó allí escrito para asombro de los siglos.

Se sospecha que algunas de tales esculturas, si no todas, pueden proceder del templo de San Miguel de Mazarreros, porque desde el éxodo de sus habitantes, y especialmente desde el s.XVI, monasterio y templo comenzaron a ser desmantelados.
Una parte del santuario se habilitó como ermita, y el resto quedó como cantera, de la que todos tomaron cuanto quisieron. Con sus sillares, se construyeron los contrafuertes de la nave sur de la Catedral de Santa María la Real que, una vez cerrados, se convertirían en las cinco capillas que conocemos, incluida la puerta de acceso, o de San Miguel.
La ermita de San Miguel de Mazarreros, continuó existiendo como tal hasta comienzos del s.XIX, puesto que, en 1793, se pagaron 823 reales por el ladrillo, cal, tejas, canalones, clavos y demás materiales para su reparación, trabajos realizados por el "Magister maçonero Gaspar Rayón". 

No hay entrada, ni salida, ni derecho, ni revés. Estar dentro es estar fuera, y viceversa. En las noches de luna llena, los vaporosos espíritus de sus monjes no saben si van o vienen, vagan sin rumbo por los siglos de los siglos...

Sin embargo, el edificio de Mazarreros estaba condenado. La invasión napoleónica (1808-1812), dejó muy maltrecha su menguada estructura, y las sucesivas  desamortizaciones (1793-1924)**, terminaron por arruinarlo.
En 1913 se construye el nuevo cementerio, en la carretera de Villasidro, empleándose para ello los últimos sillares procedentes del ruinoso templo-ermita de San Miguel, saqueado por los franceses, quedando prácticamente reducido al estado en que ahora se encuentra.
Un misterio final rodea el desaparecido edificio. Se dice, que el templo de San Miguel de Mazarreros tiene una cripta oculta, desde la que parte un pasadizo subterráneo, que llega hasta la Catedral de Santa María la Real, en Sasamón, o hasta las casas del Temple...
¿Qué ignoto "ábrete Sésamo" nos flanqueará el paso hacia su perdida historia, hacia sus escondidos secretos? ¿Será, quizá, un mágico "ábrete Sasamón"?

Salud y fraternidad.
________
* A lo largo de la documentación medieval y moderna, el topónimo evoluciona: Maçoferrario, Mazoferrario, Mazarreros, Mazorrero, Mazaferos, Macuerro, Mazariegos, Mozorreros. Pero el más antiguo, Maçoferrario, es quien señala su origen en la existencia de una "ferrería": mazo-ferrario.
** Las desamortizaciones fueron cuatro, dividida cada una en varios periodos de aplicación: Godoy (1793-1795), Trienio Liberal (1820-1823), Mendizábal y Espartero (1835-1844), y Madoz (1855-1924). Todas fueron igual de nefastas, por una u otra razón, para el patrimonio cultural hispano.

lunes, 9 de enero de 2012

Los "niños del Temple", Jaime I y Ramón Berenguer V.

En la villa aragonesa de Monzón (Huesca), su Plaza de San Francisco acoge el monumento dedicado al rey Jaime I el Conquistador y a los Caballeros del Temple, obra del burgalés José María Casanova, quien lo modeló, en 2003, utilizando gres con textura que asemeja bronce.
Sobre pétreo pedestal, se yerguen seis templarios dispuestos a la batalla, armados con sus espadas, protegidos con escudos, cascos y cota de malla. A sus pies, sentado, un niño sostiene el casco que hizo famoso al rey Jaime I, con el mítico dragón por cimera. Más abajo, en mitad del pedestal, sobre un entrante, está sentado otro niño, quien tañe con gracia juglaresca un laúd.
Para quien no esté avisado, tales niños pueden parecer extraños en dicho monumento. ¿Serán escuderos del Temple, pajes de los caballeros?

La inscripción que acompaña el grupo escultórico, tampoco aclara gran cosa:
   "Año 1213. Muere el rey Pedro II en la batalla de Muret. La reina María de Montpellier, es acogida en Roma por el Papa Inocencio III. Su hijo Don Jaime, rey de Aragón y conde de Barcelona, es confiado a los caballeros templarios del castillo de Monzón: el Gran Maestre Guillermo de Montrodón, Juan de Miravell, Luis de Estemariu y otros, se ocupan de su formación de caballero y de rey".
Dicho texto, escaso y confuso, relata la historia de manera sesgada e incompleta, sin acabar de aclarar quienes son esos niños y qué hacen entre tan feroces gentes de armas.
Jaime I nace el 1 de febrero de 1208, hijo del rey Pedro II de Aragón y María de Montpellier. Pedro II muere en 1213, durante la batalla de Muret, luchando contra los "cruzados papales" que invadían y se anexionaban Occitania, con el pretexto de exterminar la herejía cátara. El rey Pedro, se lanzó a combatir contra los cruzados porque esas tierras, del país de Oc, eran feudo de la Corona de Aragón, y estaba obligado a defender a sus vasallos, aunque algunos de ellos estuviesen considerados como herejes.
Singular detalle histórico omitido en la inscripción del monumento, quizá ¿por pudor histórico?

Jaime, heredero del reino aragonés, había quedado "en prendas" del sanguinario cruzado Simón de Montfort, a cuya hija había sido prometido en matrimonio, como acto de futura paz entre ambos bandos. 
Ese mismo año, muere la reina madre, refugiada en Roma bajo la protección papal, la cual, en su testamento, confió el niño a la custodia del Temple. Los nobles aragoneses, respaldados por los templarios encabezados por el Comendador de Monzón, Guillèm de Montredón, Maestre de Aragón, acuden al santo padre Inocencio III, para que interceda ante su mercenario "cruzado", Simón de Montfort, a fin de que les devuelva al príncipe Jaime y el reino no quede sin rey.
En 1214, el cruel "cruzado", tras recibir toda clase de garantías de paz por parte de los aragoneses, entrega el niño a los templarios. Unos templarios, que en la sangrienta "cruzada" se han mostrado tibios, cuando no claramente partidarios de los nobles occitanos y los herejes cátaros.

Reunidas las Cortes en Lleida, en el mismo 1214, el príncipe Jaime es jurado como heredero, llegando a la Encomienda del Temple de Monzón en agosto de tal año, cuando contaba seis de edad.
Para que el forzado retiro le resultase más llevadero, trajeron para acompañarle a un niño de edad similar, su primo, Ramón Berenguer V, conde de Provenza, pues en aquella época dichas tierras pertenecían a la Corona de Aragón (entre 1166 y 1246). Con Ramón, el príncipe compartió estudios, ocios y trabajos, mientras ambos eran educados por los caballeros del Temple, tanto intelectual como militarmente, según correspondía a caballeros de su rango, al tiempo que estaban protegidos del ambiente levantisco que asolaba el reino. Estos son los dos infantes, representados en el monumento arriba citado.
Los nobles seguidores de Jaime temían que el regente, conde Sancho Raimúndez del Rosellón, tío abuelo del niño, y el abad de Montearagón, don Fernando, tío del príncipe, pudieran coaligarse para controlar el gobierno, incluso tal vez eliminar al joven heredero. Tales nobles, dudando si los templarios se decantarían por los tíos del niño, exigieron al Comendador, Guillèm de Montredón, que les entregase al príncipe para mejor custodiarlo, pero los templarios lo retuvieron alegando su tutela, según el mandato papal que vigilaba el legado pontificio Pedro de Benevento.    

La situación se puso tan tensa que, al temer el Comendador un intento de asalto y rapto de los niños, por los nobles o los partidarios del conde o el abad, trasladó a los infantes con gran secreto hasta la cercana fortaleza templaria de Ontiñena, donde permanecieron durante seis meses. Cuando el Comendador consideró pasado el peligro, los hizo devolver a Monzón.
Durante el verano de 1216, se enviaron mensajeros a los nobles de su bando, Pedro Fernández de Azagra, Blasco de Alagón, Pedro de Ahones y Guillèm de Cervera, entre otros, para que al cumplir el príncipe los nueve años, acudiesen a Monzón para jurarle por rey. En septiembre aparecieron todos ante los muros templarios, para hacer pleito homenaje y jurarlo por su señor natural, en un espléndido acto celebrado en la capilla románica de San Nicolás del Castillo.
Los caballeros del Temple formaron un pasillo de honor, ataviados con sus blancas capas de rojas cruces, alzaron las espadas y crearon un dosel sobre la cabeza del príncipe. En la puerta de la capilla, el Comendador Guillèm de Montredón, tomó la mano de Jaime I y lo condujo por la nave, hasta dejarlo sobre un trono sito en el presbiterio. A continuación, todos los nobles se llegaron a él, para arrodillarse, besar la mano del niño rey y jurarle fidelidad.

En noviembre de 1216, el pequeño Ramón Berenguer partió hacia Provenza, para hacerse cargo de su condado, y afirma la Crónica que, el rey niño, Jaime I, lloró con gran sentimiento esa despedida. abrazado a su primo.
Atrás quedaban largos días de camaradería, tediosas horas de estudio, esforzados entrenamientos de armas, emocionantes investigaciones en la biblioteca templaria, aventureras travesuras por las estancias y subterráneos del castillo, o noches de serena contemplación del cielo estrellado desde las almenas.
Por fin, en junio de 1217, con nueve años y cinco meses de edad, Jaime I salió de Monzón con sus partidarios, y una nutrida tropa templaria, a reclamar de don Sancho y don Fernando, sus tíos, el gobierno de la Corona de Aragón que ambos ejercían tiránicamente, pretextando la minoría de edad de su sobrino. Y en septiembre de 1218, las Cortes Generales de Aragón y Cataluña, lo declararon mayor de edad con tan solo diez años. A pesar de haber pactado, con don Sancho, el fin de la regencia, durante los siguientes quince años, tuvo que luchar contra los levantiscos nobles, azuzados por sus tíos, lo que finalizó en 1227 con la Concordia de Alcalá. 

[Ramón Berenguer V, conde de Provenza, primo de Jaime I y compañero de su aventura en Monzón. Escultura en el templo de San Juan de Malta, en Aix-en-Provence. Foto, cortesía de wikipedia].

El "bon rei en Jaume I", jamás olvidó esta azarosa etapa de su joven vida. Durante el resto de su reinado, conservó la amistad y el favor hacia los Caballeros del Temple, otorgándoles numerosas mercedes y recibiendo la ayuda militar de la Orden, en las campañas guerreras por las que recibió el título de "el Conquistador".
Aunque quizá, tampoco le habría sentado mal el apodo de "rey Templario". Pero esa, ya es otra historia...

Salud y fraternidad.

miércoles, 4 de enero de 2012

Leyendas del Camino: "El Cristo Templario y la maldición del Santiagobeltza".

La casa que poseía la Orden del Temple en Puente la Reina (Navarra), quizá una Preceptoría Menor, dependiente de la cercana Encomienda de Aberin, debe su popularidad a un afamado santuario mariano dedicado a Nuestra Señora de los Huertos.
No obstante, a pesar de la fama y devoción que gozaba entre los agricultores de los contornos, y entre los peregrinos jacobeos, la imagen templaria de la Virgen de los Huertos, las principales leyendas de este templo proceden del fabuloso Cristo gótico. Colocado allí a finales del s.XIII, su adoración llegó a eclipsar la que el pueblo sentía por aquella humilde Virgen agrícola, patrona de la casa de los Caballeros Templarios y de su Hospital jacobeo.

Resulta curioso, que la veneración del Cristo comenzase alrededor de los difíciles años que precedieron al juicio, y posterior disolución, de la Orden del Temple. Sucesos que, sin embargo, no afectaron la fama que, con singular rapidez, había adquirido entre el pueblo, hasta el punto de cambiar la advocación de la capilla templaria, que pasó a denominarse "del Crucifijo".
Quizá eso fue lo que permitió que, a la disolución de la Orden, se formase una enigmática cofradía para segurar el culto y mantenimiento de la capilla y el Hospital. En ella, ingresaron nobles locales y algunos caballeros ex templarios, a quienes, una vez depurados, se permitió recibir una pensión y continuar en la casa, según las resoluciones del Concilio de Vienne. 

Pero, ¿que tiene de extraordinario este crucificado, aparte de haber pertenecido a los caballeros del Temple?
Sorprendentemente, lo insólito no reside en el  Cristo, sino en la forma que adopta su cruz. Forma de ¡Pata de Oca! Uno de los principales símbolos de los Compañeros Constructores, imagen de la mano divina, que guía la construcción de todos los edificios, levantados según las reglas de oficio de la tradición, enseñada por los Maestros Antiguos. Símbolo del iniciado que, trascendiendo sus limitaciones, ha alcanzado el grado de Magister. Pero también, símbolo rúnico de la Vida, utilizado por los pueblos de cultura céltica.
Muchas leyendas rodean esta peculiar imagen pero, en esta ocasión, nos centraremos en una que implica también a otra imagen puentesina.

Cuentan en Puente la Reina, que cuando la Orden del Temple fue extinguida, mediante inicuas falsedades y calumnias, al abandonar el último caballero el templo de Nuestra Señora de los Huertos, se despidió del Cristo emplazándolo en voz alta: "A ti pongo, Señor, por testimonio de nuestra inocencia".
Entonces, Jesús inclinó la cabeza, como asintiendo a la exculpación que se le demandaba, y de su costado brotó sangre, en presencia de todos los vecinos que habían acudido al desalojo. Desde ese día, la sagrada llaga está roja y fresca, como si acabara de abrirse ante el lanzazo de Longinos. Y el Cristo, nunca ha vuelto a levantar la cabeza, tanta es su vergüenza por la inicua complicidad de la Iglesia en este fraudulento proceso.

Dicen también, que la imagen del Santiago peregrino, existente en la iglesia puentesina de su advocación, conocida entre el pueblo como Santiagobeltza -"el negro"-, por el tono oscuro que el humo de las velas le había dado a su rostro, era en aquellos días una figura serena y mansa, como corresponde al que peregrina.
Pero, en la misma jornada que el Cristo templario bajó su cabeza en avergonzado asentimiento, Santiagobeltza, recordando ser "Hijo del Trueno", se encendió en ira por el atropello que se cometía con el Temple, se le arrebolaron las mejillas, y abrió los labios para maldecir a los indignos destructores de la Orden.

Y quedose así, para que su protesta, por la infamia cometida contra los caballeros, se perpetuara por los siglos, de modo que sus labios no se cerrarán hasta el Dia del Juicio Final, cuando verdugos y víctimas comparezcan ante el terrible tribunal divino.
Aseguran, que sus amenazantes palabras fueron conservadas de padres a hijos y, poco más tarde, grabadas como eterno recuerdo en la peana de Nuestra Señora de los Huertos. Aunque las transformaciones, y restauraciones, sufridas por dicha imagen han hecho que se perdieran.

Salud y fraternidad.