sábado, 23 de mayo de 2009

Destriana, alargada sombra de los godos...

En la comarca leonesa de La Valduerna, atravesada por la calzada “Via Nova”, se asentaron los romanos en la ciudad de Argentiolum, cuyo nombre alude a las explotaciones de minerales preciosos que abastecían el Imperio. En sus cercanías se alzó Destriana –del latín dexter, en referencia a un possessor y su fundus, un latifundista tardo romano, relacionado con la minería-, pequeña población que se mantuvo tras las oleadas bárbaras. Durante la invasión musulmana la zona se despobló, hasta que García I (910-914), con la fijación de fronteras en la línea del Duero, trasladó la capital a León, proporcionando impulso a la repoblación de estas tierras.
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Ramiro II (931-951) fundó en Destriana un Monasterio de San Miguel, a instancias del obispo de Astorga, san Fortis (920-931), sucesor del eremita de Peñalba, san Genadio. Este monasterio sería panteón de la realeza y sus nobles: el propio san Fortis –que otros dicen reposaba en Santiago de Peñalba-, el rey Ramiro III (966-984) y sus sucesores, así como cortesanos ilustres, hasta el reinado de Vermudo II (986-999), cuando las razzías de Almanzor forzaron el traslado del panteón hasta Asturias.
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La fundación monástica de Ramiro II fue arrasada por Almanzor, sobre las ruinas de su templo se elevó luego otro más pobre, a fines del s.XI o principios del XII, que en 1167 pasó a manos del Monasterio de San Pedro de Montes, y 1181 sería entregado por Fernando II a la Orden de Santiago. En este edificio se reutilizaron diversas piedras labradas del precedente, las pocas que el musulmán Almanzor y sus tropas habían perdonado.
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Se respetó su planta, de tres naves y triple ábside, añadiendo una gran espadaña, todo ello en rudo sillarejo con lajas pizarrosas y cantos rodados. Este templo tampoco había de perdurar, a fines del s.XVI se reconstruyeron sus naves y solo conservó la cabecera, con los ábsides rebajados. Entonces se perdieron algunas de las viejas piedras mozárabes, salvadas en el s.XII, aunque persistieron las absidales.
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Consisten en dos ventanas, que pueden considerarse como de transición entre lo visigodo-mozárabe y lo románico. Están labradas en un solo bloque y tienen arco de herradura, pero su talla, con capiteles frutales y orlas vegetales, anuncia ya la floración románica consiguiente. También se salvó un pequeño óculo, ornado con una roseta central, y hojas en las esquinas del sillar.
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En su interior se conserva un capitel corintio, de origen romano, que sirve de soporte a la pila bautismal, y también se guarda la joya del templo: una lápida de estilo “visigodo-asturiano”. Se trata de una pieza rectangular, que en su mitad superior contiene una cruz “astur”, que recuerda la “Cruz de la Victoria”, de cuyos brazos cuelgan el Alfa y la Omega. A su alrededor un texto reza:
HOC SIGNO TUETUR PIUS / HOC SIGNO VINCITUR INIMICUS [El piadoso se protege con este signo / El enemigo es vencido por este signo].
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En la mitad inferior de la piedra, otra inscripción sentencia:
SIGNUM SANTUM PONE DOMINE / IN DOMO ISTA UT NON PERMITAS / INTROITO ANGELUM PERCUTIENTEM / AMEN [Coloca, Señor, este signo sagrado en esta casa, de tal forma que no permitas que el ángel exterminador entre. Así sea].
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Dicha lápida, junto con los restos arquitectónicos, permite suponer que Ramiro II mandó edificar aquí un templo de cierta importancia, puesto que fue mausoleo real, emparentado con el “prerrománico astur”, quizá en la línea de San Salvador de Valdediós, su obra más tardía, germen de lo que luego había de venir, arquitectónicamente hablando.
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Item mas. Cuando visitamos el lugar era Domingo de Ramos, un hombre llegó en bicicleta hasta el templo, lo abrió de par en par y se dedicó a realizar preparativos para la salida de la procesión. Cuando le solicitamos permiso para visitar el templo, su seca respuesta nos dejó pasmados:
-“No puede ser, no tengo autorización para dejar entrar a nadie. Y yo, sin autorización...”.
Eso incluía, al parecer, cerrarnos en las narices la puerta que hasta entonces había mantenido abierta, para impedir que, ni siquiera desde fuera, fotografiásemos el interior...
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Salud y fraternidad.

miércoles, 20 de mayo de 2009

“Ludus lux...”

Templo de San Gil, Luna (Zaragoza), 1 noviembre, 13,36 p.m.
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Cuando hablamos del simbolismo románico, hay un elemento, un símbolo primordial, que nos pasa desapercibido, no porque sea abstruso ni esotérico sino, precisamente, porque es tan evidente que nunca lo consideramos como lo que es: el símbolo de los símbolos. Lógicamente nos referimos a la luz, en concreto al escarceo de luz y sombra, el yin y el yang de una sola y misma cosa, pues ambas nociones, al igual que Dios y el Diablo, por separado no existen. Escarceo que se traduce en el “ludus” que la luz produce en las piedras románicas, y tengamos en cuenta las diversas concomitancias que el término “ludus”, juego, posee en latín.
En dicha lengua, una bailarina es “ludia”, porque se mueve con un ritmo que fascina, como la luz sobre las piedras al correr de las horas. “Ludibundus”, es alguien que bromea, que juguetea con los conceptos, tal cual hacen claridad y sombras entre los sillares. Algo entretenido, divertido, es “ludicrus”, un espectáculo como el de la luz, labrando sugerencias sobre la piedra esculpida. Pero, a su vez, “ludificatio” expresa engaño y burla, los mismos que, con sus contrastes de claroscuros, nos hacen guiños desde las bóvedas a los pórticos. Por último, un “ludio” es un histrión o mimo, alguien que nos entretiene con sus visajes exagerados, mientras nos transmite un mensaje en clave... ¿Y no es eso lo que el edificio románico pretende?
Esperamos vuestra clemencia, para estas “luminosas” especulaciones que no pretenden ser filológicamente exactas, sino tan solo simbólicas, ni buscan agotar el tema, acaso únicamente acariciarlo...
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Templo de San Pedro, Mezonzo (A Coruña), interior hacia fachada oeste, 15 julio, 17,57 p.m.
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La foto con flash mata la luz real, crea una falsa oscuridad, que en el interior del templo no existe, y dota de engañosa luminosidad el primer plano.
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Al anular el flash, todo el poder evocador de la luz penetran por la ventana oeste, recrea la auténtica atmósfera ideada por el Magister. Mundos sutiles, “ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón”, bailan en el rayo de sol poniente, nos bañan en la dorada calidez, espiritual, románica.
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Templo de Santiago, Betanzos (A Coruña), interior de la torre, 21 julio, 11,27 a.m.
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Aquí por el contrario, la luz de flash crea una falsa claridad, en un espacio tan reducido como es la escalera de caracol, crea perfiles violentos que matan la espesa atmósfera de recogimiento.
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Con luz natural, la que penetra a través de la aspillerada ventana, se restaura la suavidad de la penumbra mediante angulosidades suaves, que aligeran el peso de las opresoras sombras.
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Monasterio, Santa Cruz de la Serós (Huesca), 2 noviembre, 15,12 p.m.
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Templo de Santa María, Piasca (Cantabria), 31 marzo, 19,15 p.m.
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Pero no es solo el volumen interior de los templos, el que “baila” con la evolución de luces y sombras, es todo el conjunto, desde el volumen más amplio a la piedra más pequeña. No es lo mismo, por ejemplo, vivir los canes al contraluz del atardecer, que bajo el aguacero primaveral.
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“Luz perfecta, de la tarde,
geométrica, lineal.
Luz en que la luz florece,
mágica, infinitesimal.
Luz perfecta, que declina,
matemática, visual.
Luz en que la luz termina,
promesa de un retornar”.

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Lux aeternam, lux perpetua... El que quiera entender, que entienda.
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Salud y fraternidad.

viernes, 15 de mayo de 2009

Peñalba de Santiago, la magia de una edad perdida...

“Cuanta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, sólo lo conocen quienes lo han experimentado. ¿Existe algún otro bien, aparte de Dios?”
(San Bruno).
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Sita en el Reino de León, el Bierzo, es una comarca que atesora numerosas claves ancestrales, porque en ella sucesivos pueblos han ido dejando el poso de su particular forma de entender el fenómeno espiritual, y la manera de intentar aproximarse a la divinidad haciéndosela propicia a sus deseos y necesidades. Ya que allí, quizá por su geología, parece como si las energías terrestres y celestes, que los celtas simbolizaban en las serpentinas “wouivres”, se hubiesen conjurado para manifestarse con más fuerza.
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Unas energías a las que el ser humano atribuyó capacidad para ayudarle a trascender sus límites, abriendo la mente y el espíritu a realidades superiores que son difícilmente alcanzables en el nivel corriente del intelecto. Por ello, desde muy antiguo, hubo por la zona montes, bosques, piedras, fuentes y lagos considerados “mágicos” o “sagrados”.
Durante los tiempos de la Antigua Religión, en las cavernas, bosques y manantiales de la sierra de los Ancares [Ançares = ansares = ocas, animales sagrados que simbolizan la comunicación con el mundo espiritual], y en los picos Teleno, La Guiana, La Valdueza, etc, habitaron sacerdotes y sacerdotisas, personajes mágicos, intermediarios entre los dioses y la humanidad, al estilo de los célticos druidas.
Con la llegada de la nueva religión, se formaron comunidades eremíticas, muchas veces compuestas por antiguos sacerdotes y sacerdotisas, cristianizados en mayor o menor grado, que adaptan los viejos usos a las nuevas costumbres –en los grupos priscilianistas, donde el “clero” era mixto, se aprecian todavía restos rituales de viejos cultos celtas-.
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Conjuntos muy heterogéneos de personas se retiraron a las cuevas y espesuras, para buscar en soledad la comprensión de anhelados mundos superiores, la revelación de soñadas realidades trascendentes y el olvido de un universo material injusto y cruel.
Estos grupos de buscadores independientes, unidos tan sólo por la meta a que aspiraban, fueron por lo mismo sospechosos para las nuevas autoridades religiosas, oficiales, que no gustan de la independencia de sus “ovejas”, y mucho menos en el tema de la búsqueda espiritual, no sea que acaben encontrando algo muy diferente, y más atractivo, de aquello que sus “pastores” les predican como verdad inmutable e indiscutible. Por aquí anduvieron ermitaños visigodos y mozárabes, comandados por san Fructuoso, san Valerio, san Genadio, san Froilán, san Osmundo, etc, que entretenían sus místicas soledades “domando unicornios” o “matando cuélebres”. Algunos de tales “ermitaños” acabaron camuflados bajo la sombra de comunidades monacales, surgidas precisamente para poner coto a su independencia de la Iglesia.
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Hubo también grupos priscilianistas, “herejes” cristianos bañados de gnosticismo oriental y teñidos de religión céltica. Y, cosa más ignorada, en este enclave en pleno Camino de Santiago, hubo cátaros como los del Midí francés, imbuidos de maniqueísmo dualista. Para completar el cuadro, a comienzos del s.XIII, coincidiendo con el renacer medieval del priscilianismo berciano y el rebrote del catarismo, la Orden del Temple se asentó con fuerza en el Bierzo, a partir de su Encomienda y Castillo de Ponferrada estableció una red de fortalezas como Cornatel, Antares, Corullón, Sarracín, Rabanal, Villafranca, Balboa, Bembibre, etc, mediante las cuales controlaba pueblos, tierras y santuarios en toda la zona.
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Una leyenda popular berciana, afirma que en el s.VII, cuando el ascético san Genadio, mezcla de druida y ermitaño, vagaba por las enriscadas montañas del Valle del Silencio y los espesos bosques del Bierzo, tenía por compañero un unicornio, conocido en la región como “Alicornio”. Cuando murió el santo varón, el animal anduvo extraviado, hasta que, recogido por los pobladores del vecino Montes de Valdueza -donde estaba el Monasterio de San Pedro de Montes-, éstos lo tomaron bajo su cuidado, como precioso talismán. Cuando el animalito acabó sus días, los vecinos continuaron venerando su cuerno como prodigiosa reliquia, que utilizaban para bendecir el agua de los manantiales, pues de esta manera se volvía curativa. Y no falta quien asegure que, en el s.XII, dicho cuerno fue custodiado por los templarios de Ponferrada, que lo tenían depositado a los pies de la Virgen Negra del Bierzo: Nuestra Señora de la Encina, en la capilla de su castillo, donde realizo milagros sin cuento, purificando pozos y desenmascarando venenos...
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La espadaña del siglo XVI, estaba unida al templo por escalera de piedra y maderamen de campanario, que se retiró en la restauración de 1968.
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Entre los fantásticos picos La Guiana y Teleno, con fama de acoger antiguos aquelarres, se encuentra el Valle del Silencio, con el río de igual nombre -afluente del Oza-, en cuya cabecera está enclavado el pueblo de Peñalba de Santiago [Conjunto Histórico Artístico Nacional]. En sus cercanías está la Cueva de San Genadio, donde el ermitaño, una vez construido el monasterio y transformados los eremitas en monjes, se retiraba para hacer penitencia y meditar. Cuenta la leyenda que, el nombre de valle y río, proviene de un milagro del santo: Como el murmullo de las aguas le impedía concentrarse en la meditación, Genadio ordenó al río guardar silencio y la corriente se introdujo bajo tierra, surgiendo unos metros más abajo de la cueva, donde su rumor no le molestase.
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Portada sur, estilo mozárabe inspirado en Medina Azahara (al-Andalus): pronunciados arcos de herradura con alfiz.
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Según nos informa una inscripción, existente en el vecino Monasterio de San Pedro de Montes, la historia cenobítica de estos parajes comienza en el s.VII cuando san Fructuoso hizo aquí un pequeño oratorio. Después san Valerio amplió el edificio, y en 895 san Genadio lo restauró, al retirarse a dicho lugar con doce hermanos tras haber renunciado al obispado de Astorga, poco después (909-916) fundó el primer cenobio. El templo de Santiago, construido por su sucesor, el Abad Salomón, en el año 937 para guardar los restos de san Genadio, es el único vestigio que queda de aquella fundación del siglo X. Consagrado en el 1105, el sepulcro de san Genadio se situó en el contra-ábside occidental, pero en el s. XVI la duquesa de Alba hizo llevar sus restos a Villafranca y más tarde a Valladolid.
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Portada norte, visigoda, en su jamba inscripción funeraria de un abad francés, muerto aquí en 1132: “Esteban, ilustre abad que engendró para nosotros la raza franca...., etc.”
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En el siglo XIII llegó el ocaso del cenobio, pasando sus bienes al Obispado de Astorga, los edificios monásticos se arruinaron y el templo permaneció en pie como parroquia del pueblo, crecido alrededor del Monasterio. Su conservación se debe, “ventajas” del infortunio, a la pobreza y aislamiento que rodeó el lugar durante siglos, impidiendo derribarlo para levantar otro más moderno. No se trata de un edificio románico, sino de uno visigodo-mozárabe, pero lo traemos aquí porque esta es una de las raíces de las que brotará el tronco del arte románico, unas raíces que abundan en el viejo Reino de León, por más que estén desperdigadas y olvidadas.
Aunque lo románico, no está completamente ausente de este lugar. Adosado al muro norte de la nave, existe el único elemento de dicho estilo en este singular templo: un tosco lucillo, del siglo XII, que resulta algo exótico dentro del conjunto. La tradición popular lo identifica con el sepulcro de san Fortis, abad que fue del monasterio.
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Lucillo funerario en muro norte, único resto románico del templo de Santiago.
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El templo de Peñalba apenas destaca del resto de edificios del pueblo, levantado con idénticos materiales constructivos: bloques de pizarra, en los muros, y lajas de esquito en bruto para la cubierta, la única concesión son los sillares de caliza para dovelas y canes, o el mármol de las columnas. Presenta planta de cruz latina, compuesta por nave rectangular, con dos ábsides contrapuestos: al este con forma de herradura, lo mismo que el gran arco que separa los dos tramos de la nave; dos capillas laterales forman un falso crucero. Al exterior, sus muros se sustentan por contrafuertes, de tipo asturiano. El suelo de la iglesia tiene las losas de pizarra original, que pisó san Genadio.
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Capitel lateral de portada sur, estilo visigodo.
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En Santiago de Peñalba se mezclan las tradiciones de la arquitectura celtíbera anterior.
1º La tradición basilical romana mantenida en el norte de África y sur de Hispania, entre los ss.VI-VII, con ábsides opuestos, el segundo con funciones funerarias -recordemos que, en Peñalba, los restos de san Genadio y de Urbano, uno de sus sucesores, descansaron en el ábside oeste-, que también tuvo el templo de San Cebrián de Mazote (Valladolid); o las bóvedas gallonadas, sin trompas ni pechinas, de tipo bizantino.
2º La tradición celto-visigoda, en las capillas, o falso crucero, -como las de Quintanilla de las Viñas (Burgos), hoy apreciables a nivel de cimientos-. También en las columnas simétricas, de sus arcos, que separan los volúmenes del templo, los canes cubiertos de poliskeles o rosetas solares, y la celosía del vano oeste.
3º La tradición mozárabe –hispano romanos que habían vivido en territorios de la Hispania musulmana- traslada, a los reinos cristianos, las técnicas y elementos asimilados de la arquitectura andalusí, como el alfiz que enmarca los arcos de herradura o las pinturas, s.X, de almagra, que semejan ladrillos y dovelas al estilo del Palacio Califal en Medina Azahara (Córdoba) levantado en fechas paralelas.
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Ventana del contra-ábside oeste, restos de celosía, tradición astur-visigoda.
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Debido a que no todos estos templos fueron construidos por mozárabes de al-Andalus, y que esta arquitectura del siglo X, en la meseta castellano-leonesa es recuperación de la arquitectura hispano-romana e hispano visigoda, más que de influencia califal, a veces se la nombra como Arquitectura de Repoblación. Aunque, en el caso concreto de Peñalba, es evidente la influencia andalusí, ya viniera de forma directa o indirecta. De Córdoba al Bierzo, pasando por San Miguel de Escalada, los clérigos huidos de la islamización de al-Andalus trajeron al norte los estilos artísticos del Califato Cordobés, de la mano de las gentes mozárabes que los siguieron en la repoblación. Aquí los mezclaron con la herencia céltica, romana, visigoda, y un emergente bizantinismo.
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Canes del alero, simbología solar céltica con rosetas y poliskeles.
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Por último, en el Museo de León se halla la pieza más antigua, conservada, de su tesoro: la cruz que el monarca Ramiro II ofreció, en 940, al Monasterio de Peñalba.
Todos estos elementos, junto con el entorno natural en que se alza, confieren a este templo una belleza, una originalidad y un halo de misterio singulares.

Por las peñas, bosques, cuevas y arroyos, de sus alrededores, todavía habitan espíritus vegetales, trasgos, hadas y duendes, que los ermitaños y monjes no consiguieron expulsar. Si os cruzáis con algunos no los molestéis, son los guardianes que la Madre Tierra ha situado aquí, para conservar las maravillas de su generosa Naturaleza.
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Salud y fraternidad.