lunes, 28 de septiembre de 2009

Monzón, templario y románico (II).

La Capilla de los Caballeros, en el castillo de Monzón (Huesca), hoy dedicada a San Nicolás y antaño a Nuestra Señora, apenas conserva huellas de su estilo románico. Ello por dos motivos principales, el primero su estética cisterciense tardía (hacia 1163), enemiga de figuraciones, y el segundo por los destrozos ocasionados en los sucesivos asaltos a la fortaleza, junto con el abandono final.
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Su portada oeste, extremadamente sencilla, está trabajada a base de grandes dovelas que abarcan todas sus arquivoltas, pero tan solo en el frontal de la mas externa hubo figuraciones, aunque ha sido repicada y solo quedan restos de unas ondas.
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En la clave, destaca un curioso crismón de tipo “oscense”, con todos sus elementos correctamente colocados, pero que en cinco de sus seis gajos tiene unos insólitos semicírculos internos, más otros extraños elementos en el cruce de sus segmentos, a izquierda y derecha.
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El interior desborda también simplicidad cisterciense, lo cual sería bello de contemplar si no fuese por esa blasfema pantalla, sobre la que se proyecta cansinamente, una y otra vez, repetido hasta la náusea, un horrendo vídeo presuntamente ilustrativo del lugar y sus constructores. Sentimos ganas de arrancar los candados del túnel que, bajo el ábside, perfora la roca, se divide en tres y acaba lejos del cerro, para que nos permitiera escapar al martirio audiovisual que profana este lugar sagrado.
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No obstante, si rebuscamos un poco veremos ciertos detalles figurativos. Alguna inscripción, las abundantes marcas de cantero, algún capitel tímidamente escondido en las ventanas, acertadamente cerradas con placas de alabastro que tamizan la luz, y alguna otra pieza esculpida.
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Se trata de capiteles vegetales, sencillos pero bien trabajados, donde la única concesión figurativa consiste en elementos de la Naturaleza: hojas, tallos, algún fruto, como reflejo de la gloria de su divino creador. Porque san Bernardo proponía a sus monjes una meditación interiorizada, ajena al mundo físico que nos rodea.
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Tan solo en las ménsulas, que sirven de quicialeras, a cada lado de la puerta, se han permitido los templarios “la alegría” de unas figuras reconocibles. Una cabeza de cabra, de largos cuernos y luenga barba, a un lado, y una cabeza de lobo, al otro, como guardianes de la capilla.
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Seguramente, habría algunas otras piezas escultóricas repartidas por los diferentes edificios de la fortaleza, pero la estupidez humana y sus guerras las hicieron desaparecer.
En 2009, al cumplirse 700 años de la caída del castillo y la rendición de los templarios, todavía debemos dar gracias porque resten estas humildes muestras de aquella pasada grandeza.
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Salud y fraternidad.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Bercedo, oculto y misterioso.

Si la portada del templo de San Miguel, en Bercedo (Burgos), fin s.XII, puede considerarse un tratado de simbología románica, en varios niveles interpretativos, el interior presenta un panorama no menos interesante. Sus elementos escultóricos pueden definirse, sin exagerar, como misteriosos y secretos. Ello por varios motivos, primero por la dificultad para acceder al templo; segundo por la posibilidad de tomar fotografías, que es aleatoria; y tercero, por el estado de conservación de la piedra, recubierta de yeso repintado. Y no olvidemos un siniestro motivo añadido, el peligro de que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. Si nos fijamos en la foto, veremos que el empuje de la bóveda ha hecho que pierda su curvatura, el peso ha abierto los muros, torciendo los pilares hacia fuera, con grave peligro de toda la estructura.
. En octubre de 2006, tuvimos la inmensa suerte de coincidir con un amable albañil local que hacía reparaciones en el atrio, el cual, al comprobar nuestro entusiasta asombro por la magnífica portada sur, se ofreció amablemente a enseñarnos el interior, para que comprobásemos cómo, el templo, respondía a una unidad de criterios en cuanto a “decoración”, con las figuras que, en sus capiteles, esperan todavía ser rescatadas.
Perdidos los del arco triunfal, el capitel más interesante, a nuestro parecer, es el del jinete cubierto con yelmo, el cual combate un monstruo, al que clava su lanza en las fauces, mientras el indefinible animal le arrebata el escudo con su zarpa.
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A espaldas del guerrero, transcurre una escena no menos interesante. Se trata de dos ictio-sirenas, afrontadas, que cruzan sus colas. La del lado derecho, toca un cuerno, mientras ofrece un pez a la del izquierdo, que lleva otro pescado en su mano. El estado de las figuras, impide distinguir si son sirenas macho y hembra, aunque alguien haya insinuado que quien porta el cuerno musical es un “sireno”.
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En otro capitel, apreciamos un grifo, guardián del oro de los nórdicos Hiperbóreos, y compañero de Némesis, diosa de la retribución, por ser custodio de la Justicia y encargado de hacer girar la Rueda de la Vida. De ser la cabalgadura de Apolo, la mitología judeo-cristiana hizo de él una representación del Dios-Hijo, como símbolo de su doble naturaleza: humana y divina. Se halla escoltado por dos ornito-sirenas, y “vigilado” por dos grandes rostros (el de la izquierda, muy destrozado).
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A espaldas del grifo, hay otra ornito-sirena, uno de cuyos valores simbólicos es representar las almas, y entre ambos el enorme rostro de un personaje de grandes y puntiagudas orejas. ¿Un trasgo, o genio de la Naturaleza? ¿Un remoto descendiente del viejo dios Pan?
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Otros capiteles son de más dificil interpretación, aquí no se distingue si se trata de ictio-sirenas con alas, o de arpías, posadas junto a un regenerador Árbol de la Vida, sobre el que reposan sus colas.
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El último, muestra otros dos rostros, a los que la capa de pintura presta una faz enigmática y que, a pesar del deterioro, dejan entrever los brazos sobre los que parecer hacer equilibrios o contorsiones...
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Si algún día el templo es restaurado, y sus esculturas libradas de este yeso blasfemo, quizá puedan mostrarnos aún la riqueza simbólica que ocultan.
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Salud y fraternidad.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Monzón, templario y románico (I).

El Gran Salón (izda.), la Torre Residencia del Comendador (centro), y la Capilla de los Caballeros (dcha).
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El castillo de Monzón (Huesca), no es más que un pálido fantasma de su grandeza pasada. El cerro sobre el que se alza estuvo fortificado desde muy antiguo, en sus cercanías se localiza la ciudad íbera de los ilergetes, que el Itinerario de Antonino nombra como Tolous. Aquí se asentaron los romanos, para controlar el paso del río Cinca, luego vinieron visigodos y árabes. La fortaleza musulmana, citada por al-Razis, es conquistada por el Cid en 1083, cuando estaba al servicio del gobernador musulmán de Zaragoza. En 1089 fue retomada por Sancho Ramirez, y pasó en 1104 al señor de Monzón don Ramiro Sánchez de Navarra, casado con Cristina Rodríguez, hija del Cid. Un hijo de cuya pareja llegó a ser rey de Navarra, García IV Ramírez “el Restaurador”.
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Ábside de la Capilla de los Caballeros, en función de torreón defensivo.
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El lugar pasó a poder de la Orden del Temple en 1143, que convierte el castillo en monasterio fortificado, como cabeza de encomienda. Añade dormitorios, caballerizas, capilla, casa del comendador, y refectorio-sala capitular. Esta rica posesión, en economía y política, custodiaba tesoros como la espada de Cid, “Tizona”, y una magnifica biblioteca, de la que los monarcas obtenían volúmenes en préstamo, como el Apocalipsis de Beato que consta se llevó Jaime I de Aragón, pues “el Conquistador” se educó aquí con los templarios, entre 1214 y 1217.
Cuando el proceso contra el Temple, iniciado en 1307, los caballeros se resisten al arresto y el castillo es asediado por Jaime II. Bajo el mando del Comendador Berenguer de Bellvis, resistió año y medio hasta que los rindió el hambre. Luego pasó a la Orden de San Juan, y finalmente a la Corona.
Continuó teniendo guarniciones, sufriendo ataques, destrucciones y reformas hasta el s.XIX. El interior ha sido “restaurado” hace poco, con vistas a convertirlo en “Parque Temático Templario”...
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Muro sur de la Capilla de los Caballeros.
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Pocos elementos han quedado intactos, de su pasado esplendor medieval. La Capilla de los Caballeros, es un austero edificio cisterciense, de fines del s.XII, con ábside poligonal incrustado como torereón de la muralla. Al exterior, solo restan migajas románicas, su paramento, cien veces destrozado y malamente remendado con ladrillos, es una verdadera ruina carcomida. Aunque allí, quedan vestigios de su riqueza pasada.
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De sus varias ventanas, solo la del muro sur, conserva un poco corriente capitel vegetal, con collarino sogueado...
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...y restos de casetones ovoides al interior de su arquivolta.
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Más curiosa es la puertecilla del lado suroeste, con grandes dovelas repletas de símbolos solares: rosetas, círculos concéntricos, estrellas, cruces.
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Curiosos elementos, porque ni siquiera son románicos, se trata de elementos reutilizados de una construcción anterior. Quizá de un templo visigodo, pues no otro es el estilo de las dovelas, trabajadas a bisel. Debió existir en el cerro, o sus alrededores, una construcción visigoda arruinada que los templarios aprovecharon para levantar su capilla.
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Y recuperaron tales piedras, porque su simbología no debía serles ajena. Recuerda la reflejada en otras construcciones de la Orden del Temple, como las pinturas en muros y bóveda de la capilla templaria en la encomienda de Montsaunés (Francia).
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Una dovela visigoda, compañera de las antedichas, se encuentra empotrada, como material de reempleo, al interior del Gran Salón. A pesar de su deterioro, se aprecia perfectamente el paralelismo con las de la Capilla. Un trabajo arqueológico, de prospección y restauración, en profundidad, seguramente sacaría a la luz otras piezas similares.
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Salud y fraternidad.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Mezonzo: belleza de la santa geometría.

En un monasterio galaico profesó, el 952, cierto joven de veintidós años llamado Pedro, quien llegó a santo con el apellido del lugar donde entró en religión: san Pedro Mezonzo (930-1003).
Su brillante trayectoria, eclipsó la del lugar en que ejercitó intelecto y espiritualidad durante sus años mozos. De Mezonzo (A Coruña) salió Pedro para Sobrado, a ser abad (966), y Antealtares (975), para ascender luego a obispo de Iria Flavia y Compostela (985), donde salvaría el sepulcro de Santiago durante la razzía de Almanzor.
Autor de la Salve Regina, como invocación ante los peligros musulmanes y normandos, fue también infatigable predicador contra el pánico mileniarista, propagado por los seguidores de Beato de Liébana.
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El monasterio donde oró y estudió Pedro Mezonzo, no es el que ha llegado hasta nosotros, sino una versión posterior. Sus orígenes son inciertos, como todo en esa edad de transición, cuando el Imperio romano se disgrega mientras cambia de religión como quien cambia de camisa. Parece que, entre los siglos VI a VIII, se levantó aquí algún tipo de templo sobre un santuario celto-romano dedicado a los genios de las aguas. A fines del s.IX, quizá por la fama adquirida por la “Fuente Santa” y sus aguas “milagrosas”, se creó el cenobio familiar, dúplice, de Monsontio –o Monte Santo- bajo el mandato benedictino del abad Reterico.
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En el s.XII pasó a la obediencia del Cister, y en 1200 el viejo templo, con su monasterio, fue reformado. Bajo la advocación de Santa María de Mezonzo, se levantó el edificio románico que hoy vemos, con un elegante claustro del que, por desgracia, solo quedan los cimientos junto a la fachada sur, entre cuyas piedras todavía brota la vieja fuente céltica, habitada por una bella ondina. Ante ella, paseando por el claustro, los monjes declamarían las palabras de san Bernardo dedicadas a Nuestra Señora:
“María ...tan grande acueducto que sobrepasase los cielos y pudiese llegar a aquella vivísima fuente de las aguas que está sobre los cielos... ¿Cómo llegó este nuestro acueducto a aquella fuente tan sublime? ...según está escrito: la oración del justo penetra en los cielos. ¿Quién será más justo si no lo es María?”.
El nuevo templo, plenamente integrado en la “estética cisterciense”, basada en la pureza y simplicidad de líneas, con un simbolismo geométrico alejado de toda ornamentación figurada, responde a la orientación elaborada por san Bernardo de Claraval.
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Un personaje bien curioso, este Bernardo, con una concepción neoplatónica del alma aunque despreciaba a Platón; que predicaba la desnuda pureza arquitectónica, rayana en la herejía iconoclasta, al tiempo que sostenía la tesis del herético Orígenes, sobre el valor de la “revelación verbal”, exégesis alegórica, de los textos bíblicos; y discurría sobre el “amor físico” como espejo del “amor divino”, mediante el equívoco texto del Cantar de los Cantares, libro “sagrado” en el que no aparece el nombre del Dios ni una sola vez... Pero que Bernardo interpreta alegóricamente, utilizando el herético método de Orígenes. Un Padre de la Iglesia que dudaba de la Inmaculada Concepción, y era contrario a la idea de Asunción de María... Aunque ayudó a propagar el culto popular a la Virgen. Un místico, sensible y pacífico, que sin embargo era acérrimo partidario de la “doctrina de las dos espadas”, que defiende el derecho de la Iglesia a emplear los ejércitos seglares, lo que desembocó en su patrocinio de la Orden del Temple, los primeros monjes-soldado.
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Bernardo partía de un espíritu de pobreza y ascetismo totalmente rigurosos, para predicar su “iconoclastia”: los gastos en figuraciones, pintadas o esculpidas, son un derroche inútil del pan de los pobres; los monjes no precisan de esas imágenes para reflexionar sobre la ley del Dios, deben hacerlo a través de la escritura, las figuras solo son una distracción vana y el goce sensible es contrario al espíritu de la vida monástica. La desnudez del templo cisterciense traduce el voto de pobreza, entendido como una mortificación de los sentidos que favorece el perfeccionamiento de la contemplación.
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San Bernardo, que conoce la naturaleza humana, propone a los monjes, y solo a ellos, una piedad intelectualizada basada en la meditación de la ley divina, más allá de los sentidos. Por lo tanto no se trata de iconoclastia, sino de una regla ascética, y sólo para quienes han elegido la vía de perfección. Regula un arte que se aparta de la curiositas y se conforma con la necessitas, enemigo de lo superfluo y conforme a la razón. Por eso, admite las imágenes, que instigan a la devoción, en las catedrales y pequeños templos visitados por gentes sencillas e iletradas.
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El templo de Mezonzo –Monsontio- es un hermoso ejemplo de esta teología, el ábside triple y sus tres naves, simbolizan la Trinidad, sin mas adorno que el juego de volúmenes mediante las diferentes alturas de sus módulos, el rosetón lobulado, las chambranas y cimacios ajedrezados, o los arquillos de tradición lombarda. Todo parece responder al concepto medieval que parte del Libro de la Sabiduría (XI, 20): “Dios lo ordenó todo por medida, número y peso”, lo que san Agustín traducirá en “modo, forma y orden”.
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Sus tres portadas son igualmente sencillas, tan sólo la sur se permite la alegría de unos arquillos lobulados, similares a los que encontraremos en otros tantos templos gallegos y en algunos leoneses. En las demás entradas, lo único destacable son varias columnas reutilizadas del primitivo templo celto-romano. Los capiteles de todas ellas, aluden a la Naturaleza a través del mundo vegetal, porque la estética medieval es simultáneamente realista y simbolista, cualquier cosa puede ser considerada como cosa creada y como alegoría de lo divino.
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A la humanidad medieval, el universo creado se le presenta como un decorum simulacrum del Dios, según expresión del “judeoconverso” Pablo de Tarso:
“Porque las perfecciones invisibles de Dios, como su eterna potencia y su divinidad, se hacen visibles, desde la creación del mundo, en las cosas que han sido creadas” (Romanos, I, 20).
Como la amorosa voluntad del Dios se reconoce en todas partes, las cosas poseen una doble belleza: como existentes en sí, en cuanto criaturas, y como signos en los que se descifra la belleza absoluta del Creador.
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Sin embargo, los templos cistercienses no están exentos de imágenes. Aunque sea en escaso número, como algo testimonial, entre los capiteles vegetales se cuela siempre alguno figurativo. Porque, a pesar de todo, la visión de Dionisio el Areopagita difundida por el abad Suger de Saint Denis (Francia), está profundamente enraizada en la mentalidad medieval:
“Todo lo que existe, de las almas a las piedras, es una cristalización de la efusión iluminadora del Bien. Las imágenes tienen un papel santificador, nos elevan espiritualmente de lo sensible a lo inteligible, y de las imágenes sagradas y simbólicas a las cumbres de las jerarquías celestiales”.
Ni los monjes, ni los canteros, podían sustraerse a este mensaje.
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Salud y fraternidad.

sábado, 12 de septiembre de 2009

“Lo valiente no quita lo cortés...”

“Quien da, debe olvidarlo pronto; y quien recibe, no debe olvidarlo nunca; en esto consiste el buen obrar”. (Séneca).
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En nuestras correrías románicas, hemos encontrado sacerdotes, y sacerdotisas, de la nueva religión, que durante las visitas a sus templos han tenido un comportamiento indigno del sagrado ministerio que, presuntamente, administran. Y no nos hemos privado de denunciarlos, para vergüenza suya y de sus superiores, cómplices por acción u omisión.
Pero como dice el refrán, “lo cortés no quita lo valiente”. Por eso, creemos imprescindible dejar constancia, también, de tantos otros sacerdotes, que no solo nos han tratado con deferencia, sino que se han desvivido por atendernos “hasta más allá del deber”.
Muchas de estas personas, quisieron permanecer anónimas. Las buenas acciones son, sin embargo, sus mejores apellidos. De otros, conocimos sus datos porque tuvieron la amabilidad añadida de cartearse con nosotros, para compartir sabiduría y conocimientos. Caso de don Elías Valiña, O Cebreiro (Lugo), don Santos Beguiristáin, Obanos (Navarra), don Francisco Palacios, Burgo de Osma (Soria), y tantos que harían el listado excesivo.
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Queremos destacar, no obstante, el comportamiento de dos sacerdotes, no por ser mejores que los demás, sino por ser los más recientes ejemplos de una entregada amabilidad que va más allá de lo que merecíamos.
El primero, don Bernardino, así a secas, octogenario y activo personaje, que a pesar de sus muchos achaques, desborda humanidad y conocimiento del románico a partes iguales, mientras pastorea las numerosas parroquias de Las Merindades (Burgos) que lleva sobre sus anchas espaldas.
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Este verdadero hombre de su Dios, nos regaló toda una tarde, gozosa por la compañía y llena de cultura, entre sus templos de Vallejo de Mena, Siones y El Vigo, ilustrándonos de forma apasionada sobre estos edificios medievales, con sencillez y espíritu abierto a todas las ideas, aunque fuesen ajenas a su fe.
Cuando nos despedimos, un poco “borrachos” de tanto símbolo románico, lo hicimos convencidos de haber contendido con un poderoso rival espiritual e intelectual, pero también con la seguridad de dejar allí un amigo.
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El segundo, el anónimo párroco del templo de Mezonzo (A Coruña), hombre humilde, quien al igual que los robles se tuerce por el peso de los años pero sigue en pie, hombre rebosante de fe en su Dios y confianza en la humanidad.
Cuando llegamos al lugar, eran ya las siete de la tarde, el sol declinaba y el románico templo estaba cerrado. De la casa rectoral, sita al lado, salía el sacerdote con decidido paso como el que tiene una cita ineludible. Lo abordamos, con nuestra petición de visitar el templo y se excusó por no poder atendernos, pues debía acudir a la llamada de un feligrés. Sin embargo, tras mirarnos de arriba abajo, dijo que esperásemos un instante y volvió a la rectoría.
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Al cabo salió de allí, con una gran llave en la mano y nos la tendió sonriente. –“Tengan, entren en el templo, hagan fotos, oren si lo desean, o simplemente descansen, están en la casa de Dios y por tanto están ustedes en su casa. Cuando acaben y deban marchar, cierren la puerta y dejen la llave en la cerradura. Ya la recogeré yo, cuando vuelva”.
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Al pronto quedamos desconcertados, ¿dejar la llave en la cerradura? ¿Aquella vistosa, descomunal, llave? Así, expuesta... –“Si, si, en la cerradura. No se preocupen, los ladrones cuando quieren entrar lo hacen con llave o sin ella. Recuerden el Salmo 127: nisi Dominus custodierit civitatem frustra vigilat qui custodit eam, que en cristiano quiere decir: si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela la guardia”.
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Nos dio su bendición, con la misma confiada sonrisa que había manifestado todo el tiempo, y se fue a paso ligero, todo lo ligero que sus cansados años y el bastón con que se ayudaba le permitían. Y mientras lo veíamos alejarse, sin volver la vista atrás, pensamos: -“Allá va un hombre de fe, de fe en su Dios y en las palabras de su libro sagrado. Algo que nadie podrá robarle, con llave o sin ella”.
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Cuanto ganarían, todas las religiones, si hubiese más de sus miembros llenos de la cálida humanidad y robusta fe de estos personajes. Los cuales, con su honesta actuación, si no redimen las faltas de sus compañeros, al menos se redimen a si mismos como seres humanos.
Nuestro agradecimiento y amistad para todos ellos, por encima de diferencias espirituales e ideológicas.
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Salud y fraternidad.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Los gatos de Freyja.

“Y entonces vino Njord con su barba negra,
y detrás de él Freyja, con su túnica ligera,
y alrededor de sus esbeltos tobillos
jugaban los gatos grises”
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[William Morris, “Los amantes de Gudrun”, 1876].
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Freyja, emanación de la Madre Tierra, es una divinidad celto-nórdica de carácter dual. Por un lado es la diosa del amor fructífero y la lujuria, como fuerza fertilizadora, vital; así, durante la estación cálida, recorre los cielos sobre un carro tirado por gatos, símbolo de sus cálidos afectos y fecundidad, haciendo germinar semillas y frutos, bendiciendo las cosechas. De otra parte, es divinidad de la muerte, en el sentido de madre amorosa que reclama a sus hijos para que descansen en su regazo; por ello, durante la estación fría, desde su carro, cubre la tierra de hielo y nieve para protegerla hasta que regrese el sol.
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El carácter “solar” y “revitalizador”, abarca toda su genealogía. Es hija de Njord, dios gaélico del viento y el mar, y de Nerthus, la Madre Tierra. Su hermano gemelo es Freyr, dios de la luz solar fertilizadora junto con la lluvia. Su esposo es Odur, el sol del verano que trae la abundancia. Incluso su aspecto oscuro es positivo, cuando participa en los combates, como Walfreyja, “conductora de las Walkirias”, se reparte con Odín los espíritus de los héroes muertos en batalla, que ella hace habitar en su luminoso palacio de Sessrumnir.

Tenía numerosos templos por toda Europa, que persistieron en la Edad Media, el gran santuario de Freyja en Magdeburgo fue destruido por Carlomagno (742-814), aunque pervivieron los pequeños templos rurales al menos hasta el s.XII. El gran templo de su hermano Freyr, en Uppsala (Suecia), sobrevivió hasta mediados del s.XIII. Cuando sus templos fueron destruidos por la prepotente intolerancia judeo-cristiana, los campesinos continuaron su veneración a los hermanos, Freyja y Freyr, mediante cuencos de leche que colocaban en los sembrados, para refrigerio de los divinos gatos.
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Todavía hoy, entre los nórdicos, los nombres levemente modificados de estos hermanos sirven para designar “señor” y “señora”. Y el día que conocemos como “viernes”, es para ellos “Freytag”, el día de Freyja. Al estar consagrado a tan singular pareja, propiciadora del amor y la fertilidad, era el día indicado para contraer matrimonio, costumbre que persistió, hasta que los sacerdotes de la nueva religión se negaron a celebrar bodas en viernes, alegando que ese fue el día en que murió el mítico Cristo.
.No obstante las restricciones, anatemas y persecuciones, una gran parte de las gentes sencillas continuaron venerando a los gatos de Freyja, y al morir escogían ser enterrados, no bajo el signo del dios judeo-cristiano, sino bajo la protectora rueda solar, el poliskel de numerosos brazos, símbolo de la energía revitalizadora del Sol. Así, numerosos templos románicos conservaron, hasta no hace mucho, gran cantidad de estelas funerarias marcadas por el símbolo de Freyja y sus gatos sagrados.
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Freyja, la Diosa más hermosa en el cielo, la más honrada
por todos después de Frigg, la esposa de Odín”
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[Mathew Arnold, “Balder Dead”].

Salud y fraternidad.

martes, 1 de septiembre de 2009

“Quince israelitas se fueron a cenar…”

“Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se atragantó, y quedaron
Nueve…”
(Antigua canción de cuna, británica).
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El templo románico de San Pedro de Tejada (mediados s.XII), en un prado cerca de Puente Arenas (Burgos), contiene numerosos interrogantes y un simbolismo de dudosa ortodoxia.
Su portada oeste se estructura, escultóricamente hablando, de forma poco usual. Los canes del alero, ocho, muestran los cuatro símbolos de tetramorfos, mas tres ángeles con libros y un cuarto con escudo y espada. En la metopa central, entre los canes, el Cristo Pantocrátor está dentro de una asimétrica “almendra mística”, que parece proceder de otro lugar (la desigual distancia entre canes indica, al menos, una remodelación o reparación del conjunto).
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. En las enjutas, a cada lado de las arquivoltas, podemos apreciar un friso con el mítico Collegium apostolorum, los doce discípulos en dos grupos de seis. Bajo éstos, en otra placa a la izquierda, aparece el Cristo en la última cena, con Judas a su diestra y Juan a su siniestra, y en la enjuta derecha, está el típico león que cobija bajo sus patas un personaje tendido.
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Esto es otra rareza, pues lo común es que aparezcan dos leones con personaje, uno a cada lado de la portada. Aquí solo hay uno y esa peculiar “Santa Cena para tres”, la cual merecería, por si sola, todo un tratado de simbología. Con ese Judas que, al tiempo de ser “alimentado” por el Cristo, no pierde la ocasión y atrapa un pescado de la fuente, mientras Juan duerme plácidamente confiado sobre el pecho del Maestro. Y el tema de los "peces" es, en este templo, algo digno de estudio sobre lo que deberemos volver...
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Aquella cena mística es lo más extraño, puesto que la lógica interna exigiría, como mínimo, que el particular banquete estuviese, al menos, en el centro del grupo apostólico. Lo cual habría creado un problema mayor, ya que nos encontraríamos –y aún separados nos los encontramos- con “catorce apóstoles”. Los doce del friso, mas los dos de la mesa, que junto al Cristo, hacen un total de quince personajes.
¿Cuál era la importancia del mensaje simbólico, para presentarnos tan solo tres comensales de la crucial cena, y al margen los doce apóstoles, hasta hacer un absurdo total de quince personajes? ¿Se trata de resabios gnósticos? ¿Estamos ante una simbología de tradición céltica? ¿O es románica casualidad…?

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Salud y fraternidad.