La teología del mito judeo-cristiano, tenía planteada desde sus inicios una cuestión crucial. ¿Cómo manifestar la naturaleza o la presencia de Dios? El abad francés Suger, de San Denis (1122-1151), expresó en unas sencillas palabras el quid de la cuestión: “Nuestro limitado espíritu no puede captar la verdad sino por medio de representaciones materiales”.
En esto, como tantas otras cosas, la nueva fe hubo de echar mano a conceptos de la Antigua Religión, cuya respuesta para tal dilema era: “mediante símbolos”. Así pues, los teólogos se saltaron un mandamiento básico de sus míticas Escrituras: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra... No te postrarás ante ellas ni les darás culto...” (Éxodo 20, 4-5).
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La Antigua Religión se había hecho idéntica pregunta, pero la había resuelto sin problemas, según nos dice el neoplatónico Máximo de Tiro (180 d.C.), en un párrafo de su Exposición filosófica:
«Zeus padre de todas las cosas y su creador, es anterior al sol y más antiguo que el cielo; más fuerte que el tiempo y la eternidad, y más fuerte que la naturaleza entera que transcurre [...] Su nombre es indecible, y los ojos no podrían verlo. Entonces, al no poder captar su esencia, buscamos ayuda en las palabras, en las formas animales, en las figuras [...] en los árboles y en las flores, en las cimas y en las fuentes. Con el deseo de comprenderlo, en nuestra debilidad, prestamos a su naturaleza las bellezas que nos son accesibles [...] Es una pasión similar a la del amante, para el cual es tan dulce ver un retrato del ser amado, o incluso su lira, su jabalina [...] Cualquier objeto que despierte su recuerdo.» (Philosophumena, Oratio, II, 9-10).
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Para la humanidad medieval, sobre todo en los ss.XI-XII no siempre es fácil discernir por sí mismos los símbolos que contemplan en las pinturas y piedras de los templos románicos. A su favor, tienen la mentalidad simbólica, innata en unas gentes íntimamente ligadas y nutridas, desde siempre, por el mundo de lo invisible superior. Además, son enseñados y dirigidos por quienes han creado –o recreado- los símbolos, cuando estos no han sido rescatados por ellos mismos, del mundo antiguo, y reinterpretados por sus nuevos guías espirituales. Porque, como afirma Alain de Lille (1128?-1202): “Los hombres creen más gustosos aquello que les cuentan que aquello que observan”.
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En esto, como tantas otras cosas, la nueva fe hubo de echar mano a conceptos de la Antigua Religión, cuya respuesta para tal dilema era: “mediante símbolos”. Así pues, los teólogos se saltaron un mandamiento básico de sus míticas Escrituras: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra... No te postrarás ante ellas ni les darás culto...” (Éxodo 20, 4-5).
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La Antigua Religión se había hecho idéntica pregunta, pero la había resuelto sin problemas, según nos dice el neoplatónico Máximo de Tiro (180 d.C.), en un párrafo de su Exposición filosófica:
«Zeus padre de todas las cosas y su creador, es anterior al sol y más antiguo que el cielo; más fuerte que el tiempo y la eternidad, y más fuerte que la naturaleza entera que transcurre [...] Su nombre es indecible, y los ojos no podrían verlo. Entonces, al no poder captar su esencia, buscamos ayuda en las palabras, en las formas animales, en las figuras [...] en los árboles y en las flores, en las cimas y en las fuentes. Con el deseo de comprenderlo, en nuestra debilidad, prestamos a su naturaleza las bellezas que nos son accesibles [...] Es una pasión similar a la del amante, para el cual es tan dulce ver un retrato del ser amado, o incluso su lira, su jabalina [...] Cualquier objeto que despierte su recuerdo.» (Philosophumena, Oratio, II, 9-10).
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Para la humanidad medieval, sobre todo en los ss.XI-XII no siempre es fácil discernir por sí mismos los símbolos que contemplan en las pinturas y piedras de los templos románicos. A su favor, tienen la mentalidad simbólica, innata en unas gentes íntimamente ligadas y nutridas, desde siempre, por el mundo de lo invisible superior. Además, son enseñados y dirigidos por quienes han creado –o recreado- los símbolos, cuando estos no han sido rescatados por ellos mismos, del mundo antiguo, y reinterpretados por sus nuevos guías espirituales. Porque, como afirma Alain de Lille (1128?-1202): “Los hombres creen más gustosos aquello que les cuentan que aquello que observan”.
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Las narraciones, aplicadas a las imágenes de los templos, contribuyen a engrosar la atmósfera espiritual que los impregna, y sirve de guía para descubrir lo esencial del mensaje religioso. El entorno sociocultural, en que habita la humanidad medieval, no promueve la libertad de pensamiento y mucho menos de expresión. Los escasos espíritus críticos, que piensan por sí mismos con un cierto grado de autonomía, -al menos los que conocemos- se mueven en las esferas intelectuales de los monasterios. Estos, piensan y traducen los símbolos para las gentes iletradas.
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Las imágenes románicas son, en esencia, una especie de “intermediario visual” para comunicar lo inexpresable, para traducir la sacralidad al lenguaje cotidiano. El destino que une la humanidad al universo y a la naturaleza, y a todos con lo Divino, está lleno de enigmas. El creyente románico quiere conocerlos y experimentarlos, pero cuanto más intrincado y misterioso resulta ese conocimiento, más inasequible es para el lenguaje corriente. Lo “Sagrado” es, por definición, lo que no puede encerrarse dentro de las palabras. De ahí que los símbolos, sus imágenes, sean como el diccionario que “traduce” el idioma espiritual al dialecto profano.
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La sustancia de todo el esfuerzo realizado por los imagineros, pintores, canteros y demás magíster, románicos, al crear su obra, podría resumirse en la frase de los teólogos medievales Gilbert de Holanda y Guillaume de Saint Thierry:
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“Faciem tuam requiro, doce me”.
“Faciem tuam requiro, doce me”.
(Tu rostro es lo que busco, muéstramelo).
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Salud y fraternidad.
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Salud y fraternidad.
7 comentarios:
Me apasiona esta entrada. Con el lenguaje humano no hay perfecto conocer de Dios. No se ha de aceptar la Biblia como si en ella hubiera un lenguaje propio sobre Dios, sino que fue compuesta con símbolos y doctrinas en función al espíritu humano. Y esa fue la razón por la que su lenguaje adoptó un carácter simbólico o metafórico, para que el lenguaje del hombre románico se esforzara por descifrar el lenguaje divino, y que el símbolo pudiera hacer y pensar sobre la realidad inentiligible o incognoscible de la religión de los cristianos, insinuando la rica sublimidad del Creador.
Quizá ahí radique la vigencia y actualidad del símbolo, como medio del que dispone el hombre para apagar la sed a sus preguntas fundamentales, orientándolo hacia la unidad que rige y empapa su multiplicidad mundana, abriéndolo hacia la reconcialición, aunque la desavenencia resurja enseguida, inextinguible como el propio fluir de la vida.
Decía Ibn al Arabi, el gran maestro andalusí sufi, que hay incluso la propia existencia había de ser interpretada simbólicamente.
Nos hallamos en el ámbito de lo Sagrado, y el símbolo es su modalidad expresiva. Los espirituales islámicos sitúan todas las hierofanías, epifanías y teofanías en Alam al-Mithal, que
Henry Corbin, tradujera algo equívocamente como "Mundus Imaginalis", donde nuestra Psique se mueve entre "imágenes corporalizadas".
En el cristianismo medieval creo que puede considerarse al "pseudo" Dionisio Areopagita como el "padre" del simbolismo neoplatónico-cristiano.
Hasta André Grabar ha reconocido la importancia simbólica del neoplatonismo en la "imaginería" medieval cristiana, y así queda patente en un pequeño libro que recopila varios ensayos suyos y que ha editado Siruela: "Los orígenes de la estética medieval".
Salud
Ángel
Como dices, en el medievo hubo muy poco margen para expresar libremente más allá de los cánones. En el símbolo, y en algunos textos, se pudo refugiar y camuflar otras corrientes de pensamiento.
Aunque soy de la opinión que, en el fondo, en la esencia, todo arte -pintado, esculpido o escrito- acaba siendo un intento, una aspiración, de hacer un particular y limitado "diccionario" de traducción de lo Divino a lo Terrenal.
Sin embargo, a pesar de todo, gracias a estos "diccionarios" podemos intuir algo del porqué de nuestra existencia.
Salud y Símbolo.
"¿Qué es símbolo?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es símbolo? ¿Y tú me lo preguntas?
Símbolo... eres tú".
[Ruego al poeta don Gustavo, me disculpe por esta paráfrasis].
Salud y fraternidad.
Habláis de símbolo y de su lenguaje transmitido, pero no observáis en los elementos físicos que han dado forma a ese símbolo, al artífice que hace siglos los ha creado???
No veis en esos trazos pintados, en esas líneas exquisitas y en esos colores impetuosos la desesperación de aquel que esta necesitado de "tocar" a Dios pero no llega a alcanzarlo???... o la melancolía que se abate sobre al que le importa poco lo que el símbolo transmite, porque el símbolo esta en él pero necesita extraerlo de sí para poder agarrarlo???
Eso es lo que queda oculto tras el significado del símbolo: la oración callada pero vertiginosa del hacedor, aquel que grita: "Faciem tuam requiro, doce me..."
...Tu rostro es el que busco, muéstramelo..
Salud y románico
Claro que vemos al artífice, al de antes y al de ahora. Ya extrañábamos por estos lares que la mayor artesana de estas obras no se hubiese asomado a la palestra.Pero si parece que la "entrada" de maese Alkaest estuviese hecha para la alquimista de la materia y el pigmento. Que Él te muestre rostro y tus manos nos lo reconduzca.Gracias Baruk por dar vida a lo que tocas.
Gracias querida Polvorilla, ahora has sido tu que me has "pintao" los colores.
Besines
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