sábado, 13 de marzo de 2010

“666... nombre secreto de Amón-Ra”.

El Dragón y la Bestia, de Siete Cabezas.
[Tapiz del Apocalipsis, Angers (Francia), 1375-1380].
[Foto, cortesía de http://sourcebook.fsc.edu/history/apocalypse.html].
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En el magnífico muestrario de monstruosidades helénico-judaico-alejandrinas, que es el mitológico libro del Apocalipsis, donde la kabalah hebrea danza junto a la guematría, en alegre confusión con los símbolos de las religiones orientales, hay tres monstruos emblemáticos: el Dragón de Siete Cabezas, la Bestia de Siete Cabezas, y la Bestia Dragón-Carnero que, pobrecita ella, tenía una sola cabeza.
Aunque los magníficos manuscritos, conocidos como Apocalipsis de Beato, ilustran esta narración mitológica con todo lujo de detalles, en los templos románicos no es corriente toparse con tales “criaturitas de dios”, aunque a partir del gótico fuero efigiados con todo lujo de detalles.
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La Serpiente Satanás, o Dragón de Siete Cabezas.
[Butrera (Burgos), s.XII].
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Y fue vista en el cielo otra señal: he aquí un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra.
Hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón grande, la antigua serpiente llamada diablo y Satanás, y fue precipitado en la tierra y sus ángeles con él.
(Apocalipsis 12, 1-18).
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La Serpiente Antigua, o Dragón de Siete Cabezas.
[Vallejo de Mena (Burgos), s.XII].
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Estas míticas “bestias”, tenían otros precedentes clásicos no menos “nobles”. El Dragón de Siete Cabezas, evoca sin mucho esfuerzo aquella “Hidra de Lerna”, monstruo con cuerpo de serpiente y nueve cabezas, una de las cuales era inmortal. Este ser, hijo de Tifón y Equidna, asolaba la tierra, matando con extrema crueldad humanos y animales. Hércules lo combatió, durante su segundo trabajo, con grandes dificultades, pues por cada cabeza que le cortaba brotaban otras dos.
Las representaciones de los templos románicos, se parecen más a la descripción de la Hidra clásica, que a la serpiente-dragón del Apocalipsis.
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La Bestia de Siete Cabezas y diez cuernos.
[Caracena (Soria), s.XII].
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Vi como subía del mar una bestia, que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres de blasfemia. Era semejante a una pantera, y sus pies eran como de oso, y su boca como la de un león. Diole el dragón su poder, su trono y una autoridad muy grande. Y toda la tierra seguía admirada en pos de la bestia. Se prosternaron ante el dragón, porque había dado el poder a la bestia, y adoraban a la bestia, diciendo: ¿Quién hay semejante a la bestia?
(Apocalipsis 13, 1-8)
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La cornuda Bestia de Siete Cabezas.
[Boí (Lleida), s.XI].
[Foto, cortesía Xavier Tosca, http://www.romanicocatalan.com/].

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Por su parte, la Bestia de las Siete Cabezas, rememora con gran parecido al “Cerbero”, aquel terrorífico perro gigante, de tres cabezas. Hijo, también, de Tifón y Equidna, guardaba las puertas del Hades y fue capturado por Hércules en su duodécimo trabajo. Aunque aterrorizaba a todas las almas de los difuntos, con sus ensordecedores ladridos, era un monstruo fácil de burlar: Orfeo lo amansó con su música, la Sibila lo adormeció con un brebaje encantado, Hércules lo encadenó atenazando su cuello.
Las representaciones románicas, aún con siglos de diferencia, son unánimes en presentarlo como una especie de gran perro, sobre cuyo lomo, tras la cabeza principal, se alinean las otras seis cabezas, unas con dos cuernos, y otras con uno, para conjugar la difícil ecuación: siete cabezas y diez cuernos.
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La Bestia Dragón-Carnero, señora del “666”.
[Vallejo de Mena (Burgos), s.XII].
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Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón. Ejerció toda la autoridad de la primera bestia, e hizo que a todos se les imprimiese una marca en la mano derecha y en la frente, y que nadie pudiese comprar o vender, sino el que tuviera la marca, el nombre de la bestia o el número de su nombre.
Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.
(Apocalipsis 13, 11-18).
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La Bestia Carnero, que habla como un dragón.
[Colegiata San Isidoro, León, s.XII].
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Esta Bestia Dragón-Carnero, que sólo permite sobrevivir al que tiene la clave: “666”, recuerda aquellas esfinges egipcias, con cabeza de carnero y cuerpo de león, que custodiaban las avenidas ceremoniales de los templos, como representación de Amón-Ra, dios supremo de Egipto: “Señor de los dos cuernos”, el Oculto que se renueva a sí mismo, el que existe en todas las cosas y creó el Cosmos por su pensamiento. Y el enigmático “666”, evoca aquel “nombre secreto” de Amón-Ra, que permitía a quien lo conociera ejercer una parte del mágico poder de la divinidad. Nombre que el dios puso sobre el cuerpo de Isis, como una marca, y la autorizó a marcarlo sobre su hijo Horus.
El románico representará, este monstruo, dueño del nombre secreto “666”, como un carnero de cuernos desmesurados, enroscados en espiral, largas guedejas de lana y extrañas pezuñas.
¿Juan copió a Daniel, que copió a babilonios y egipcios, que copiaron a...?
Antiqua nove.
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Salud y fraternidad.

jueves, 4 de marzo de 2010

Faciem tuam requiro, doce me...

La teología del mito judeo-cristiano, tenía planteada desde sus inicios una cuestión crucial. ¿Cómo manifestar la naturaleza o la presencia de Dios? El abad francés Suger, de San Denis (1122-1151), expresó en unas sencillas palabras el quid de la cuestión: “Nuestro limitado espíritu no puede captar la verdad sino por medio de representaciones materiales”.
En esto, como tantas otras cosas, la nueva fe hubo de echar mano a conceptos de la Antigua Religión, cuya respuesta para tal dilema era: “mediante símbolos”. Así pues, los teólogos se saltaron un mandamiento básico de sus míticas Escrituras: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra... No te postrarás ante ellas ni les darás culto...” (Éxodo 20, 4-5).
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La Antigua Religión se había hecho idéntica pregunta, pero la había resuelto sin problemas, según nos dice el neoplatónico Máximo de Tiro (180 d.C.), en un párrafo de su Exposición filosófica:
«Zeus padre de todas las cosas y su creador, es anterior al sol y más antiguo que el cielo; más fuerte que el tiempo y la eternidad, y más fuerte que la naturaleza entera que transcurre [...] Su nombre es indecible, y los ojos no podrían verlo. Entonces, al no poder captar su esencia, buscamos ayuda en las palabras, en las formas animales, en las figuras [...] en los árboles y en las flores, en las cimas y en las fuentes. Con el deseo de comprenderlo, en nuestra debilidad, prestamos a su naturaleza las bellezas que nos son accesibles [...] Es una pasión similar a la del amante, para el cual es tan dulce ver un retrato del ser amado, o incluso su lira, su jabalina [...] Cualquier objeto que despierte su recuerdo.» (Philosophumena, Oratio, II, 9-10).
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Para la humanidad medieval, sobre todo en los ss.XI-XII no siempre es fácil discernir por sí mismos los símbolos que contemplan en las pinturas y piedras de los templos románicos. A su favor, tienen la mentalidad simbólica, innata en unas gentes íntimamente ligadas y nutridas, desde siempre, por el mundo de lo invisible superior. Además, son enseñados y dirigidos por quienes han creado –o recreado- los símbolos, cuando estos no han sido rescatados por ellos mismos, del mundo antiguo, y reinterpretados por sus nuevos guías espirituales. Porque, como afirma Alain de Lille (1128?-1202): “Los hombres creen más gustosos aquello que les cuentan que aquello que observan”.
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Las narraciones, aplicadas a las imágenes de los templos, contribuyen a engrosar la atmósfera espiritual que los impregna, y sirve de guía para descubrir lo esencial del mensaje religioso. El entorno sociocultural, en que habita la humanidad medieval, no promueve la libertad de pensamiento y mucho menos de expresión. Los escasos espíritus críticos, que piensan por sí mismos con un cierto grado de autonomía, -al menos los que conocemos- se mueven en las esferas intelectuales de los monasterios. Estos, piensan y traducen los símbolos para las gentes iletradas.
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Las imágenes románicas son, en esencia, una especie de “intermediario visual” para comunicar lo inexpresable, para traducir la sacralidad al lenguaje cotidiano. El destino que une la humanidad al universo y a la naturaleza, y a todos con lo Divino, está lleno de enigmas. El creyente románico quiere conocerlos y experimentarlos, pero cuanto más intrincado y misterioso resulta ese conocimiento, más inasequible es para el lenguaje corriente. Lo “Sagrado” es, por definición, lo que no puede encerrarse dentro de las palabras. De ahí que los símbolos, sus imágenes, sean como el diccionario que “traduce” el idioma espiritual al dialecto profano.
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La sustancia de todo el esfuerzo realizado por los imagineros, pintores, canteros y demás magíster, románicos, al crear su obra, podría resumirse en la frase de los teólogos medievales Gilbert de Holanda y Guillaume de Saint Thierry:
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“Faciem tuam requiro, doce me”.
(Tu rostro es lo que busco, muéstramelo).
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Salud y fraternidad.