Costa de La
Marina astur, en cuyas horadadas calizas se refugian cuélebres, sirenas,
espumeros, y lavanderas.
En el extremo oriental de La Marina asturiana, lindando con tierras cántabras, hay un pequeño
enclave costero apenas conocido, pero muy digno de ser visitado. Se trata del
mágico Bosque de San Emeterio, el encinar más importante de la costa cantábrica,
que alberga también robles, madroños, abedules y acebos.
Su espesura cobija ancestrales tradiciones sagradas,
que entremezclan historia con leyenda y mito con religión. Aquí, durante
siglos, se mezclaron los susurros de las divinidades y espíritus ancestrales
con los cánticos gregorianos de los monjes, las salmodias de los druidas con
los rezos de los peregrinos.
Actualmente, entre el Cabo Santumedé [San Emeterio] y la margen izquierda de la Ría de Tina Mayor, por la que desemboca el divinizado río Deva, se extiende la parroquia de San Roque de Pimiango.
A estas costas torturadas, arribaron lo mismo piratas
normandos que santos caprichosos. Todos dejaron su huella, sobre una tierra que
ya era sagrada desde los albores de la humanidad.
Aquí nos habla la leyenda sobre tres hermanos, Tina,
Marina y Medé [Emeterio]. Viajaban en barco, cuando toparon con unos piratas.
Mas se encomendaron a la protección de la Virgen, consiguiendo llegar a salvo a la
costa. Entonces juraron, que nunca volverían a poner los pies en un barco. Aunque
cada cual adoptó una postura distinta sobre el mar.
Marina, decidió que no quería verlo ni oírlo, por lo
que se aposentó en tierra de Llanes. Tina, que no quería verlo, pero si oírlo,
fue a vivir al Monasterio de Tina, desde el que se oyen las olas bramar. Emeterio,
como quería seguir viendo y oyendo el mar, se instaló en la ermita de su
nombre, desde donde se oteaba y escuchaba el océano.
El pueblo de Pimiango, asentado antaño en el barrio de
Haedín, por “las Bajuras”, estuvo dedicado a la pesca, hasta que a fines del
s.XVI una galerna pilló por sorpresa a los pescadores, quienes perecieron en su
práctica totalidad. Los pocos supervivientes, juraron dedicarse a otras
actividades y morir de hambre antes que volver a la mar.
¿No será esto una leyenda, basada en la leyenda de los
tres hermanos que renegaron de navegar?
Bosque de San Emeterio, o Santu Medé, hogar de
trasgus, xanas, ventolines, cuélebres y busgosus.
Los lugareños cumplieron fielmente su juramento, pero
no murieron de hambre. Mudaron sus viviendas, apartándolas de la costa, para recrear
el pueblo junto a la Casona del Palacio, propiedad de los nobles Gutiérrez de
Colombres. Y el nuevo lugar de Pimiango, se constituyó parroquia en 1659.
Los citados nobles, vista la habilidad de los vecinos
para trabajar el calzado, instalaron en su Casona un taller gremial para enseñar
el oficio. De aquella escuela salieron los numerosos zapateros que, durante
siglos, recorrieron las comarcas norteñas viviendo itinerantes, y calzando a
media humanidad.
Dichos artesanos, elaboraron una jerga propia de
oficio, la llamada “lengua de los zapateros”, el “mansolea”. Por ello fueron
conocidos como “los mansoleas”: señores de la suela [de “man”, señor, y
“solea”, suela], con rico folclore y tradiciones propias.
Aunque tenían por
patrono natural a san Crispín, eran incondicionales de los santos Emeterio y
Celedonio, e hijos predilectos de Nuestra Señora de Tina. Devociones que
difundieron en su errabundo vagar, mientras fabricaban y vendían sus
artesanías.
En la umbría del bosque sagrado, los celtas
astur-cántabros, tuvieron un santuario donde adorar a la Madre Tierra.
Pero el carácter sagrado de esta comarca no nace en el
s.XVI, con los “mansoleas”, proviene de muy antiguo. En las afueras de Pimiango
encontramos las primeras huellas en la cueva del Pindal, santuario
Magdaleniense donde, hace 15.000 años, la humanidad paleolítica dejó grabados y
pinturas, de carácter mágico propiciatorio, con bisontes, ciervos, caballos,
mamuts, jabalíes y peces.
Con posterioridad, se sabe que la zona fue ocupada por
los cántabros orgenomescos, que tuvieron en los alrededores un importante
puerto, y en el encinar sagrado un santuario al aire libre, posiblemente
dedicado al dios Lug y a la Madre Tierra. Sus cultos a las divinidades
naturales, se perpetuaron al menos hasta el s.V d.C., haciendo caso omiso del
Edicto de Tesalónica (año 380), dado por Teodosio, que convertía la religión
cristiana en la única permitida en el Imperio.
Genios de la Naturaleza, que no han desaparecido del
todo, pues la espesa foresta todavía es guarida del Busgosu…
“Isti faunu
selváticu i cerdosu:
de los
bosques guardián inofensivu,
tien pezuñes
i tien cuernus de chivu,
pero ye
mansolín i cariñosu”.
Ermita de los santos Emeterio y Celedonio, dos
soldados romanos de origen celta.
El naciente cristianismo, a fin de imponerse, asimila las
creencias anteriores. Así, su mitología inventa la leyenda de los hermanos
Emeterio y Celedonio para sincretizar viejas divinidades célticas. Pues, entre
ellos, eran muy comunes los dioses por parejas, como los celtíberos Arentius-Arentia, y por tríos, como las Dea Matres.
Los susodichos santos se dicen ser celtas, oriundos de
las montañas de leonesas. Allí son reclutados por Roma e ingresan en las tropas
auxiliares, indígenas, de la Legio Gemina Pia Felix, acampada cerca de Lancia (León).
Por su valor en combate, son condecorados con sendos collares torques, galardón
romano de tradición céltica.
Sin embargo, cuando ambos se convierten al cristianismo, en tiempos del emperador Valerio, s.III, acaban martirizados por no querer renunciar a su fe. Tras larga prisión, estos soldados de Roma y del Cristo, fueron decapitados en las afueras de Calahorra (La Rioja).
A la sombra de árboles mágicos y ancestrales, se resguarda la
capilla de los santos hermanos.
Los relatos mitológicos cristianos, cuentan que los
ángeles toman sus decapitadas cabezas y las colocan en un navío de piedra, el
cual es milagrosamente guiado hasta la costa de Pimiango. Allí, un peñasco
enorme labrado por las olas, dicen ser aquella “barca de piedra” en la que,
milagrosamente, arribaron a este lugar las cabezas de los soldados celtas
mártires de su fe.
Se levantó para ellos un pequeño templo, pero los
clérigos del vecino Portus Victoriae
reclamaron las reliquias y ambos hermanos fueron escogidos por patronos de aquella
ciudad, que tomó el nuevo nombre de Portus
Sancti Emeterii, luego Sant’Emter,
y ahora Santander (Cantabria).
En su catedral se veneran hoy día, dentro de
unas barbudas cabezas plateadas, que recuerdan aquellos enigmáticos relicarios del Temple,
conocidos como “Bafomets”.
En un entorno tan sacralizado no podía faltar la
fuente mágico-milagrosa, manantial de aguas sanadoras.
No debemos olvidar que los celtas tenían especial querencia por las cabezas, como símbolo de poder divino, y que estaban muy presentes en sus santuarios.
Desaparecidas las reliquias y sus relicarios, con
forma de cabeza, en Pimiango quedó el recuerdo de su devoción en la pequeña
ermita de los Santos Emeterio y Celedonio, llamada de Santu Medé, erigida junto
a la Cueva del Pindal.
Al lado del santuario brota una fuente, milagrosa ya
en tiempos célticos cuando estaba habitada por una ninfa, y cuya agua cura
numerosos “males de los huesos”, especialmente de las extremidades inferiores. Por ello, los peregrinos acostumbran a refrescar allí sus pies.
“¡Valamé!
¡valamé!
Mi tíu Xicu
rompió un pie,
y después que
lu rumpió
llevólu a
Santu Medé”.
Aquí baila el mocerío, y subasta el ramo en la fiesta del santo. Remedo de primigenias ofrendas
vegetales, a los genios de la Naturaleza.
Las noticias más antiguas son del s.XIII, aunque la
fábrica actual de la ermita es del XVI. Mucho más antiguo es el humilladero, sito
en el prado frente a ella, una capilluca abierta, sobre cuyo altar unas
cerámicas reproducen la desaparecida imagen del santu Medé. Allí, el primer
domingo de marzo mozos y mozas festejan el “ramu”, con cánticos, bailes, y
subasta de los roscos de pan que cuelgan de la florida enramada, semejando un
árbol de la abundancia.
La vieja escultura del sufrido san Emeterio, dio
motivo a un grotesco chascarrillo. Un
año, por no sé qué cuestiones, la imagen de la Virgen no estuvo disponible para
su fiesta. Como no se resignaban a celebrarla sin ella, alguien tuvo la
ocurrencia de tomar la imagen del Santu Medé y vestirlo con el traje de la
virgen, oculta su romana impedimenta militar por ropajes y manto. Con solo la
cara al descubierto, les quedó “una Virgen” muy presentable para pasar el
trago.
Pero el pueblo llano, que es socarrón hasta con lo más sagrado, en medio de la procesión se descolgó con estas coplillas:
“San Emeterio
glorioso
el porqué lo
sabréis vos,
pues que
fuisteis elegido
para ser
madre de Dios”.
El camino hacia Tina, no es un camino cualquiera, se
trata del mismísimo Camino de Santiago, en su variante costera cantábrica.
Sin embargo, no terminan aquí los enclaves de culto ancestral
en Pimiango. De la citada ermita, parte un tortuoso camino que, atravesando
espeso bosque, subiendo y bajando empinadas laderas, sorteando barrancos y
arroyos, nos conduce, en unos tres largos kilómetros, al santuario de una
antigua Diosa Madre, la Virgen Negra de Tina. Lugar de confusas leyendas
relativas a la Orden del Temple, incluida la sepultura de uno de sus
caballeros, y la veneración de “dos hermanos” templarios elevados a la
santidad…
Pero antes de llegar allí, debemos detenernos a mitad
de camino, para pedir permiso de paso a un mitológico personaje de la primitiva
religión astur, que todavía vive en el recuerdo popular: el Cuélebre.
Cámaras inferiores de los “bufones”, en la base del
acantilado.
Por estas costas, abunda un espectacular fenómeno
geológico que fue venerado como manifestación divina, ya desde el neolítico. Se
trata de los denominados “campos de bufones”, abundantes entre Llanes y Unquera
debido a la morfología kárstica de la zona, los cuales han sido declarados
Monumentos Naturales.
Los bufones son formaciones geológicas, básicamente
chimeneas verticales creadas por el agua de lluvia, en la roca caliza, que
ponen en comunicación la superficie costera con la base del acantilado. El mar,
a su vez, creó cámaras, en la base del cantil, que comunican con las citadas
chimeneas.
De esta forma, la llegada de una ola a la cámara
comprime el aire y éste sale por el agujero superior, a presión, emitiendo el
característico “bufido” que da nombre al sistema.
Los “bufones”, resoplidos del cuélebre, manifestándose en la costa, con
surtidores de agua a diferente altura.
[Foto
por cortesía de http://www.tuescapadarural.com y www.picoseuropa.info].
Si además hay pleamar o temporal, son realmente
peligrosos. Las olas, al romper en el acantilado, llegan a ejercer tal presión
que expulsan por el agujero superior un surtidor de agua pulverizada, de entre
20 y 40 m., ocasionalmente acompañado de algas, piedras, arena, y otros restos
marinos, incluso peces. Entonces, emiten un “bufido” que se puede oír a varios
kilómetros de distancia, helando la sangre en las venas.
Los bufones no suelen aparecer solitarios, sino formando
conjuntos, con diversa potencia en cada chimenea. En días de tormenta, esto les
da un carácter terrible y espectacular, por lo cual la antigüedad tuvo tales
fenómenos naturales como manifestaciones divinas, venerándolos con ritos
propiciatorios.
En muchos de ellos, posteriormente cegados, han aparecido
cráneos humanos, restos de fauna, cerámicas, y otros utensilios, que presuponen
su utilización con fines funerarios, o propiciatorios, desde la prehistoria
hasta época romana.
El barranco del cuélebre, abierto en la roca cuando el
monstruo se deslizó ladera abajo hacia el mar.
Entre la ermita de San Emeterio y el Santuario de
Tina, el camino debe salvar un barranco que se desliza por un pavoroso
despeñadero hacia el mar. La sima, desemboca en el océano a través de un
“bufón” que, ocasionalmente, brama y ruge amenazador, de modo que se oye desde
el santuario.
Junto al Monasterio de Tina, en el roquedo tras los
encinares, hay unas cuevas. Cuenta una leyenda de la zona de Pimiango, que en
una de ellas vivía un Cuélebre, gran serpiente con cabeza y alas de dragón,
custodiando rico tesoro. Para que no les devorase el ganado, los monjes le mantenían con grandes panes de centeno,
aunque no daban a basto para aplacar su hambre.
Hasta que cierto día, llegó un peregrino volviendo de
Tierra Santa, quien ideó meter dentro de la hogaza, marcada con la imagen de
NªSª de Tina, una piedra calentada al rojo. Al tragarla y sentir la quemazón,
el Cuélebre se deslizó ladera abajo, hacia el mar, creando a su paso el surco
que hoy es barranco. Sumergido en las aguas, enfrió la piedra y la escupió pero,
escarmentado, no volvió a su cueva.
Dicen que los rugidos y bufonazos, que allí se oyen entre
la neblina, los produce este monstruo, eternamente ofuscado porque los monjes
se apoderaron del tesoro que dejó abandonado en la caverna.
Tan cerca está el barranco del Monasterio de Tina que, cuando el Cuélebre
ruge, el eco de sus bramidos reverbera en las bóvedas absidales.
Otra leyenda cuenta que, la hija de un noble, se
enamoró de un criado del Monasterio de Tina. Enterado el padre, recurrió a una bruxa que encantó a la joven y la
entregó al Cuélebre para que la custodiase en su cueva.
Por asegurarse, preguntó el padre a la bruxa si había algún modo de romper el sortilegio, y ella le respondió con
estos versillos:
“El que su
hermosura
quisiere
gozar,
al Cuélebre
tres besos
debe de dar”.
En la parte inferior del barranco, se abre un agitado “bufón”,
por donde ruge el Cuélebre de Tina.
Escuchó aquello el enamorado, que estaba escondido
junto a la entrada, y al amanecer el día de San Juan, cuando los cuélebres
están aletargados, lo besó tres veces en la frente, y recitó el conjuro:
“Si pasache
por la maldita,
que pases por
la bendita.
Si embruxáronte
dous,
d’embruxáronte
tres,
a Virxe, san Celedoniu i santu Medé”.
Así, la moza quedó desencantada y libre. Corrieron al
Monasterio, donde se casaron, y el padre no tuvo más remedio que admitirlos
porque llevaron consigo parte del tesoro robado al Cuélebre...
Las ruinas del Santuario de Tina, donde se manifiesta
la presencia intangible de los genios de la Naturaleza.
Continuamos el camino, con permiso del Cuélebre bufón, a través de la espesura. Se trepa una cuesta, se baja otra, se cruza un puente de madera sobre un arroyuelo, y aún tenemos que subir buen número de escalones, tallados en una ladera para hacer más fácil la durísima ascensión. Pero cuando llegamos arriba, contemplar todo cuanto nos rodea compensa de las penalidades sufridas.
Allí, entre el mar y la Sierra Plana de
Pimiango, en la llamada “rasa de Tina”, un calvero del bosque que la maleza
intenta engullir constantemente, se alza lo que resta del Monasterio y templo
de Nuestra Señora de Tina. Su situación, en tan apartado lugar, no estaba
elegida al azar.
Estamos en pleno camino costero de Santiago, los
peregrinos desembarcados en Portus
Victoriae [Santander] cruzaban la ría de Tinamayor por Bustiu y, luego de
atravesar el Bosque Sagrado de Tina, continuaban hacia Oviedo por Llanes y
Ribadesella.
Había algunos que, por diversos motivos, sólo se detenían en la ermita de San Emeterio, pasando de largo por Tina, para ellos los lugareños acuñaron estos acusadores versitos:
“Quien va a Santu Medé, sin pasar por Tina, honra al Santu pero no a la Santina”.
“Quien va a Santu Medé, sin pasar por Tina, honra al Santu pero no a la Santina”.
La espesa vegetación circundante, se traga
cíclicamente las ruinas. Helechos, hiedras, zarzas y enredaderas, azotan sus
piedras como si de un verde oleaje se tratara.
El enclave monástico tiene su origen en los siglos
VII–VIII, durante la implantación del cristianismo en esta comarca Premoriense del reino Astur, divisoria
entre cántabros y astures. En origen se trataba de un cenobio “eremítico”, nacido
por la agrupación de diversos ascetas, cuya recóndita situación lo colocaba al
abrigo de los permanentes asaltos que sufría la costa, primero por parte de los
normandos y luego de los musulmanes, -hasta que, en 1147, se neutralizaron los
principales focos de piratas en Lisboa y Almería-.
También aseguran, antiguos cronistas, que aquí
vinieron a refugiarse muchas gentes visigodas, cuando la invasión musulmana
avanzó imparable hacia el norte peninsular.
Perdidas sus cubiertas y abandonado a la rapacidad del
olvido, el templo de Tina se resiste a desaparecer.
Durante la invasión árabe, del 711, arribaron aquí
monjes hispano-visigodos y mozárabes, que se regían por el “pacto monástico”
anterior a la regla monacal de San Benito, convirtiéndose en un Monasterio familiar
bajo la protección de algún noble. Con el traslado de la corte astur a León,
diversos cenobios pasan a depender de las pujantes abadías leonesas. Según documento del s.XVI, hallado en el archivo de los Álvarez de Asturias, el 25 de agosto del 932, el conde don Alfonso y su
esposa doña Justa donan Santa María de Tina al Monasterio de Nuestra Señora de
Lebanza, en la montaña palentina.
En este momento coinciden tres circunstancias
favorables, una etapa de repoblación, el despegue de la economía agropecuaria,
y el creciente auge de la peregrinación jacobea.
Ello permite que, a mediados del s.X, se acometa la reconstrucción del viejo templo, ampliándolo.
Ello permite que, a mediados del s.X, se acometa la reconstrucción del viejo templo, ampliándolo.
Surge entonces, el germen del edificio que hoy
conocemos, una estructura de tres naves y triple cabecera.
Sólo su triple cabecera permanece, relativamente
incólume, protegida por un muro vegetal.
La creciente importancia del Monasterio de Tina, queda
reflejada en su declaración como parroquia, del Arciprestazgo de Ribadedeva,
según recoge tardiamente el Libro Becerro del Obispo de Oviedo, don Gutierre de Toledo
(1385-1389). Aunque, según otros, se trataría de un santuario actuando de
parroquia en funciones, ejerciendo su labor pastoral entre los dispersos
asentamientos del contorno. Es curioso que, a pesar de titularse Monasterio, no
existan testimonios documentales sobre su pertenencia a alguna de las órdenes
monásticas conocidas. ¿Qué desconocidos monjes regían Tina, y administraban sus poderes espirituales?
La fama de su Virgen, hace que a fines del s.XII, o
inicios del XIII, se produzca una nueva reforma y ampliación, que le
proporciona los rasgos románico-góticos actuales. Los trabajos arqueológicos
realizados entre 1985 y 1986, han sacado a la luz una estructura de tres
ábsides semicirculares, con un corto presbiterio, que continúa ahora en nave
única con cubierta de madera. Elevado sobre la nave mediante tres escalones, el
ábside central es el doble de grande que los laterales, y se comunica con ellos
mediante pequeños arcos inter-absidales.
Ábsides rudos, sencillos y ascéticamente monacales, custodios de un
tesoro espiritual.
El conjunto, aparejado a base de sillares en pilares y
arcos, es de mampostería en el resto de la fábrica. Y, nueva curiosidad, a
pesar de lo próspero del enclave, carece por completo de elementos
ornamentales. Todo tiene un extraño aire, de primitiva austeridad: las ventanas
absidales son simple saeteras, la portada oeste es un simple arco apuntado, los
canecillos son lisos, el arco triunfal tiene molduras desornamentadas, los
nervios de la bóveda absidal son simples sillares escuadrados… ¿Se pretendía,
con esta ausencia de elementos esculturados, resaltar la presencia de la Virgen
de Tina? ¿Estaría la riqueza en sus muros interiores, cubiertos de frescos?
Entre los ss.XVI-XVII, se elevaron los muros de la nave,
y se levantó el gran arco central, para colocar nueva techumbre. La espadaña, parece
corresponde a esa época, así como el ámplio pórtico que apoyaba en la fachada
oeste mediante mensulones.
Los exiguos restos anejos al templo, son cuanto queda de las dependencias monasteriales, estructuras que nos hablan del carácter agrario y autosuficiente del cenobio. Buen ejemplo, son los restos de un horno adosado al nuro suroeste.
El templo del s.X tuvo tres naves, una por cada
ábside, pero el del s.XII-XIII las unificó.
La crisis económica y social del s.XVII, provocada por
la política de los Austria, produce la ruina de la burguesía, el declive de ganadería,
industria y artesanado, revueltas populares, aparición del hambre, la miseria,
el bandidaje, y un descenso demográfico. En estas circunstancias, el 29 de enero
de 1626 la Abadía de Lebanza vende a Juan Escalante de Mendoza, vecino de
Colombres, el monasterio de Tina “con
todos sus derechos y hacienda, señorío y propiedad”. En la escritura de
venta se estipula que “el prior de Tina,
Toribio Ruiz, de ochenta años, pueda continuar en el monasterio hasta su muerte”.
El comprador no debió adquirir el Monasterio por pura “devoción”, sino para explotar sus propiedades agrícolas y ganaderas. De modo que en poco tiempo, el título de parroquia pasó a Pimiango, en 1656, y el santuario quedó reducido a ermita. No obstante, la fama de la Virgen de Tina continuó pujante, como se recoge en el archivo parroquial, donde todavía en 1765 se registran bodas, bautizos y oficios de difuntos en la ermita de Tina. Aunque su decadencia era ya imparable.
A los pequeños ábsides laterales, se accede por unos
arcos abiertos en la capilla mayor.
En 1826, el Libro de Fábrica del templo parroquial de
San Roque, en Pimiango, contiene esta anotación referida al señor obispo: “…Informado de que, en el pueblo de
Pimiango, se encuentra la ermita de Santa María de Tinamayor, bastante
arruinada por la omisión de los patronos …manda S.S. que les haga saber, que
inmediatamente dispongan la reedificación de dicho Santuario”.
Parece que muy poco caso hicieron a su eminencia, y la
desamortización, de 1835, acabó de dar el golpe de gracia a la desatendida
ermita.
En 1921, el lugar había llegado a tal grado de abandono y destrucción que, don Aurelio de Llano, en su magnífica obra “Bellezas de Asturias” lo describe así: “...el templo de Santo Medero, cerca del cual existen las ruinas de una capilla ojival [SªMª de Tina] ...no merece la pena ir a verla”.
Conjunto sobrio y digno, carente de cualquier
decoración, para no hacer sombra a su verdadero tesoro: la Virgen de Tina.
En 1927, el presbítero don José F. Menéndez, de la
Real Academia de la Historia, nos deja noticia, que recogió in situ en compañía
del Conde de Polentinos, sobre la existencia de dos santos templarios. Noticia
contrastada luego, por el presbítero, en el selecto archivo de los Álvarez de
Asturias, que poseía don Rodrigo Noriega.
La noticia viene de antiguo, pues la recogieron a
mediados del s.XIX, el señor Sarandeses y el padre Miguélez. Dicen tales
autores que, cuando ellos visitaron el santuario, había a los lados de la
Virgen dos esculturas que veneraban los fieles cual si fuesen santos,
preguntados los lugareños por la personalidad de tales personajes, les contaron
que eran “dos caballeros del Temple,
descendientes de la nobiliaria casa de Noriega, muertos en olor de santidad”.
Sorprendente noticia, habida cuenta de la ausencia de documentación sobre la presencia del Temple en Asturias.
Fotografía realizada hacia 1900, donde se aprecia la
imagen de la Virgen, y a su derecha las esculturas de los dos “santos
templarios”.
Los investigadores de 1927 no pudieron ver ya tales
santos, tuvieron que contentarse con una vieja fotografía, pues según les
contaron, a principios del s.XIX, “creyéndolas
tesoro artístico” fueron trasladas a Madrid para su restauración.
El caso
es que, al cabo de reclamarlas mucho, tanto el párroco como los fieles,
acabaron contestándoles que no eran de ningún valor, estando en tan mal estado,
que “al pretender restaurarlas se habían
deshecho…” Una “autodestrucción” muy conveniente para los depositarios, que
se libraban así de demostrar la carencia real de valor y, sobre todo, de
devolver las esculturas.
¿Dónde fue a parar esta pareja de “santos templarios”?
¿En qué oscura mansión reposan los santos caballeros templarios, de ignorada
advocación?
Foto de 1927, el templo desde la portada oeste hacia
los ábsides.
En las excavaciones de los años ochenta, se constató
que el interior del templo era un verdadero camposanto. El edificio del s.XII
se había construido sobre aquel del s.X, respetando sus enterramientos, y
añadiendo muchos otros nuevos, tanto dentro como fuera de la nave. No es de
extrañar esta querencia funeraria, pues la fama del santuario propiciaría que
muchos vecinos, nobles y plebeyos, buscasen el reposo eterno junto a la
milagrosa imagen de la Virgen de Tina. A ellos habría que añadirles, los
peregrinos jacobeos que fallecieran a su paso por el Monasterio.
De entre tantas tumbas anónimas, sobresalen dos, cuyas
laudas aparecieron en la nave del templo. Una, completamente lisa, está tirada
en el suelo partida en dos, junto al muro norte. La otra, que presenta
decoración aserrada en los bordes y un ondulante tallo vegetal central, fue
llevada al Museo Arqueológico de Oviedo.
Lauda sepulcral de Tina, hoy en el Museo Arqueológico
de Oviedo, perteneciente al sepulcro de un “santo templario” que luchó contra
el Cuélebre.
De ésta, decían los viejos del lugar que pertenecía a
la tumba de “un santo templario”. ¡Precisamente
aquel peregrino que se atrevió a luchar contra el Cuélebre, y lo desalojó de su
cueva! ¿Será posible? ¿Santos templarios, enterrados y venerados, en estas
apartadas soledades astures? Lo más curioso, es que no se afirma la pertenencia
del Monasterio y Santuario a la Orden del Temple, sino tan solo la veneración y
enterramiento de algún caballero en el templo.
¡Cuando el río de la tradición suena… es que agua
histórica lleva!
También se conserva, en la parroquial de Pimiango, una talla de madera procedente de Tina, con Santa Ana, la Virgen y el Niño, datada entre los ss.XV-XVI, trío que nos recuerda aquellos grupos de célticas “Matres”. Por la devoción de esta imagen, durante una época el templo fue conocido como “ermita de Santa Ana”, y su enclave como “Campa de Santa Ana”.
Nuestra Señora de Tina, Gran Madre del Bosque Sagrado,
en su estado actual, restaurada y repulida.
Pero la verdadera dueña y señora del lugar es Nuestra Señora
de Tina. Se trata de una imagen, en madera policromada, de la Virgen con el
Niño, de mediados o fines del s.XII. Aunque perpetúa rasgos iconológicos del
románico más antiguo, pues aparece como una “sede
sapientiae” con el hijo centrado en el regazo, frontalidad, hieratismo de
los personajes, arcaísmo en las vestiduras.
Es significativo que la imagen permaneciera siempre en el santuario, aun después de su ruina y abandono. Allí continuó, a la veneración de sus devotos, apenas protegida por la bóveda absidal, sobre el altar mayor. En medio de los muros que se derrumbaban, comidos por la maleza, estuvo recibiendo la visita de cuantos fieles se atrevían a penetrar la espesura del bosque, atravesar sus barrancos, cruzar sus arroyos y subir sus cuestas, para pedirle sus favores o presentarle sus agradecidos respetos.
La imagen de la Virgen “Morenita” de Tina, en 1927, entre
las ruinas de su santuario. Cuando todavía conservaba restos de su policromía,
que la delataban como una Virgen Negra.
Allí podemos contemplar a la “Morenita de Tina”, en
aquella vieja foto de principios del s.XX, acompañada de los dos desconocidos “santos
templarios”, dentro de un pequeño retablito, reinando entre la vegetación que
trepa por sus muros. Como aquellas Madre Tierra, triples, que veneraron los
célticos pobladores de este bosque sagrado. Y allí volvemos a verla, en 1927,
cuando la fotografiaron, ya muy deteriorada, don José F. Menéndez y el Conde de
Polentinos.
En medio de su selvática ruina, sobrevivió a los desmanes revolucionarios de los años treinta. Durante la guerra civil, de 1936, la imagen fue ocultada en el interior del faro de San Emeterio, salvándose así del triste destino de tantas viejas imágenes asturianas.
Bóveda absidal, sus rudos sillares ¿estuvieron
cubiertos de frescos con la historia de la “Morenita de Tina”?
La divina efigie pasó luego a la sacristía del templo parroquial de San
Roque, en Pimiango. En el año 1946, se intentó una restauración muy
rudimentaria, con penosos resultados, en el Taller de Arte Religioso de Madrid,
aunque al menos no sufrió el sino fatal de sus compañeros los “santos
templarios”.
En 1986, padeció una nueva restauración en el taller “Regina Coeli”
de Santillana del Mar. Reparación de calidad, pero excesivamente libre, que
eliminó el fruto en la mano derecha de la Virgen, se inventó las manos y objeto
que había en las del Niño, reinventó los rasgos de ambos suavizando su
hieratismo, y lo peor de todo, trastocó los colores de vestidos y rostros,
ocultándonos que en su origen la “Morenita de Tina” fue una Virgen Negra,
sustituta de la Gran Madre ancestral.
El elevado suelo del ábside central, ha sido removido
en varias ocasiones por los buscadores de tesoros. ¿Encontraron aquí el oro del
Cuélebre de Tina?
Las piezas del rompecabezas están incompletas, pero
basta enumerarlas para hacerse una idea del paisaje sagrado que debió componer:
prehistórica cueva santuario, céltico templo en el Bosque Sagrado, fuente
mágico-milagrosa de Santu Medé, cabezas-reliquias de la pareja santa Emeterio y
Celedonio, leyenda del Cuélebre bufón, Camino Jacobeo, Monasterio de Tina donde se venera una
posible Virgen Negra, esculturas de dos presuntos santos templarios, tumba de
otro hipotético caballero del Temple matador del Cuélebre, y cueva con Xana
custodia de mágico tesoro.
Un revoltillo propio del trasgu más travieso y enredador:
“Agora non se
ve, pero mió güelu
diz que lu
vio cuando elli galantiaba,
qu’a los
mozacos recios atutiaba,
i a los
vallentes yos tomaba’l pelu”.
Lauda sepulcral de personaje desconocido, estaba
entera hasta no hace mucho. La santidad del lugar, no lo protege del ataque de
los vándalos.
Sí, también una Xana, porque frente al Monasterio de Tina, en una cueva vecina a la del citado Cuélebre,
dicen los más ancianos del lugar que vivía uno de tales genios femeninos. Sentada a la entrada de su
vivienda, el encanto hilaba con su rueca copos de oro, y prometía a los hombres
sus tesoros si conseguían desencantarla. Pero ninguno se atrevía, porque de
fracasar les esperaba la muerte. Hasta que un pastor, más valiente o
irresponsable, se atrevió.
El reto, consistía en tomar la Xana en brazos y
bajarla de un tirón hasta la playa, sin dejarla caer. Dicho y hecho, la cargó
en sus brazos y emprendió la bajada hacia el mar. A medida que descendían por
el bosque, la Xana se iba desencantando, pero cada vez pesaba más. Casi a punto
de llegar al agua, el peso era ya tan grande que el pastor se sintió
desfallecer, entonces relampaguearon los cielos, tronaron las nubes, y el
pastor, del peso y del susto, dejó caer a la encantada sobre la arena. La Xana,
convertida en niebla, regresó a su cueva. El pastor, agotado entregó allí mismo
su alma.
Casualmente, dicen que la imagen de la “Morenita de
Tina”, cuando se arruinó el santuario y quisieron trasladarla a Pimiango, fue
cargada sobre un carro de bueyes. Pero, a poco de emprender el camino, se fue
tornando cada vez más pesada, hasta que los animales no pudieron seguir tirando
de ella, por lo que hubieron de volverla a su viejo templo…
“Dichosu d’el pereginu
que cruza en Bustiu la ría
i que llega a descansar
xuntu a la Virxen de Tina.
Qué bien duerme el peregrinu
cuandu la Virxen le mece.
¡Ay, quien fuera peregrinu,
en Tina, cuandu amanece!”
Al
lado derecho del ábside central, una oquedad recibe los “exvotos literarios” de
los fieles que todavía acuden a las ruinas del santuario ancestral.
Todavía hoy, a pesar del abandono del lugar, las
buenas gentes de los contornos continúan acudiendo el ruinoso santuario. No les
importa la caminata, ni los obstáculos del bosque, ni el Cuélebre bufón, ni
siquiera les importa que la Virgen Negra de Tina ya no more allí. Se adentran
entre la maleza que devora las piedras, llegan al ábside y, en una oquedad
lateral, depositan papeles con notas de agradecimiento a la divinidad. Porque
algo les dice que, allí, y precisamente allí, con imagen o sin ella, es donde
se manifiesta el poder celestial. La experiencia ancestral, les susurra que ese
es un lugar de “Poder”, en el que la energía de Cielo y Tierra se unen para
manifestar lo prodigioso.
Emprendemos el camino de regreso. Una música sorda,
sin notas, resbala entre las vacías bóvedas y rebota en los viejos muros del
santuario de Tina. Parece el simple murmullo de las hojas, pero en realidad se
trata de la lengua ignota del bosque, mediante la cual, los milenarios
espíritus de la espesura entonan su cántico a la Madre Tierra.
Salud y fraternidad.