Juan García Atienza, escritor, pero sobre todo gran viajero por los misterios de la España Mágica, ha emprendido este verano, de 2011, el viaje definitivo. Se ha embarcado, cual machadiano pasajero, en "la nave que nunca ha de volver", y surca el infinito hacia el Misterio final.
Conocí a este polifacético personaje gracias a un amigo común, Paco Padrón Hernández, mecenas y gran compañero de aventuras canarias, también viajero hacia el más allá, que nos puso en contacto cuando finalicé el manuscrito de mi primer libro. Rápidamente, Juan y yo hicimos buenas migas, aunque en eso no tengo mérito alguno, era fácil entablar amistad con "Juan G. Atienza", como él gustaba firmar sus obras.
Con la generosidad que lo caracterizaba, Juan me introdujo en el mundo editorial, propiciando la publicacion de mi primer libro, que se atrevió a prologar, y todavía reincidió prologando mi tercera obra. Sin olvidar, que gracias a él entré como colaborador asíduo en alguna revista de temas histórico-esotéricos.
¿Cómo olvidar tantas tardes, pasadas en la fabulosa biblioteca de su casa madrileña, en animado coloquio sobre templarios, intercambiando confidencias mil, preparando investigaciones sobre la ruta jacobea, o soñando con inverosímiles descubrimientos de la mágica historia hispana? Cuando, con mi osadía juvenil, le interrogaba sobre preguntas sin respuesta, o me atrevía a reconvenirle por los gazapos que, ocasionalmente, su apasionamiento le hacía deslizar en algún libro. Y él, nobleza obliga, lo aceptaba todo con una sonrisa pícara, desenfadada, e incluso agradecida.
Por tanto, para no caer en el tópico, creo que el mejor homenaje que puedo hacer tras su partida, a quien fue guía, colega y amigo, es relatar una anécdota en la que, involuntariamente, nos envolvió el destino. Un anécdota, con su punto de picaresca, que nos define, y que define las circunstancias en que los investigadores de la historia oculta de Celtiberia hemos tenido que desenvolvernos.
Juan había escrito, sobre la enigmática Capilla de Mosén Rubí de Bracamonte, en Ávila, en dos ocasiones, despertando mi curiosidad [Guía de los recintos sagrados españoles, 1986, p.145-156; y La historia no contada, 1989, p.207-223].
Hablamos del tema, y me animó a visitar dicho templo para que luego le diese razón de cuanto el edificio me hubiese sugerido, y cómo interpetaba yo su presunto simbolismo masónico.
Así que, un 25 de mayo de 1991, me presenté junto a dos esforzadas acompañantes en la Plaza de Mosén Rubí, y acudimos al convento adjunto a la capilla, para solicitar en el torno la caridad de una visita. Ritual aparentemente sencillo, pero que puede resultar muy irritante. Tras un tiempo indefinido de espera, pues quien había de guiarnos estaba ocupada en otros quehaceres más apremiantes, apareció sor Irene. Una "monjita" dicharachera, quien con suma amabilidad y diplomacia, sin darnos apenas tiempo a que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra que reina en el interior del templo, nos advierte que por encima de todo está prohibido hacer fotos.
Luego, sutilmente, nos interrogó acerca del interés que nos movía a visitar un monumento tan "carente de importancia". Con igual "sutileza", le hicimos creer que pensábamos escribir una biografía del citado Mosén Rubí y, de repente, sin que le preguntáramos nada al respecto, nos aleccionó sobre la ausencia absoluta de vinculaciones masónicas, mágicas o esotéricas, de dicho monumento.
Espoleada nuestra curiosidad por sus "espontáneas" afirmaciones, formulamos algunas preguntas al respecto, quizá con menos perspicacia de la que pensábamos poseer, o tal vez pareciendo demasiado ansiosos de "magia y misterio". Interrogantes, que ella sorteó con rara habilidad dialéctica y amplia sonrisa conventual, mientras para sus adentros decidía "qué" o "quiénes" éramos nosotros.
Porque, al cometer la impertinencia de insistir, casi nos delatamos, y lo más que obtuvimos fueron vagas referencias a "ciertos escritores, a los que Dios haya perdonado, que se atrevieron a escribir sobre lo que no debían, publicando fotos del interior de la capilla obtenidas con engaños y malas artes". Eso, y una sombra de sospecha que se proyectó, amenazando tormenta, en los ojos de la, hasta entonces, presuntamente, simpática y comunicativa "monjita".
Llegados a este punto, sor Irene, con una inquisitorial mirada, que traslucía la sospecha que le rondaba el alma, nos espetó de buenas a primeras:
-¿Ustedes no conocerán, por casualidad, a un tal Juan García Atienza?
Mis acompañantes, dos damas prudentes, y yo, nos miramos de reojo, respondiendo casi a coro:
-No, madre, no lo conocemos... ¿Por qué...?
-Porque, hizo unas fotos que luego se atrevió a publicar, aunque le advertí que no lo hiciera. ¿No les habrá mandado él...?
-Claro que no, no... que disparate, no sabemos quien es.
-Mejor, porque ese diabólico escritor me dijo que hacía las fotos para su archivo y prometió no publicarlas. Y bien que me engañó, escribiendo además esos disparates sobre magia.
-No reverenda madre, nosotros no sabemos nada de eso.
Al igual que el mitológico apóstol Pedro negó, antes que cantase el gallo, nosotros tuvimos que negar tres veces a nuestro amigo, para no delatarnos. Y aunque sor Irene decía no dudar de nuestra buena fe, "Dios no lo permita", se apresuró a dar por terminada la visita, pues le esperaban deberes ineludibles, eso sí, quedó a nuestra disposición para ocasión más propicia.
Y de repente, sin saber si había sido sueño o realidad, nos encontramos de nuevo con el sol cegador del exterior, amén de con la vaga sensación de que, tras las puertas que se cierran sigilosamente a nuestras espaldas, se guarda un enigma insondable. Mucho más, que el sentimiento de culpa por nuestra inocente mentira, "pecadillo venial" que esperamos nos haya sido cumplidamente perdonado por sor Irene, si acaso nos contempla desde su mitológico cielo.
Porque, en lo que respecta a Juan G. Atienza, nos lo perdonó al instante de habérselo confesado. Haciendo gala de aquella campechanía y buen humor que lo caracterizaba, nos dijo en latín macarrónico, como si fuese el bufón de un rey:
-Muy bien hecho, "ego te absolvo... a neccesitatis no hay pecatis".
Once años después, Juan publicó una historia novelada sobre el enigmático Mosén Rubí, bajo el título de "El compromiso", cuya fallida investigación de campo casi nos cuesta el anatema, y el sambenito, de una inquisitorial "monjita" abulense quien, por causa del pícaro Atienza, sospechaba que cada visitante de "su templo" era un "espía de Satanás".
Ahora, nuestro travieso amigo conoce ya todos los enigmas, y nosotros tenemos que consolarnos con su prolífica obra, lo cual no es poco, y con el recuerdo de los buenos momentos vividos, que ya es bastante.
Estés en la casilla que estés, de ese Juego de la Oca que es el ciclo de las vidas, ¡hasta siempre, Juan G. Atienza!
Salud y fraternidad.