La Capilla de los Caballeros, en el castillo de Monzón (Huesca), hoy dedicada a San Nicolás y antaño a Nuestra Señora, apenas conserva huellas de su estilo románico. Ello por dos motivos principales, el primero su estética cisterciense tardía (hacia 1163), enemiga de figuraciones, y el segundo por los destrozos ocasionados en los sucesivos asaltos a la fortaleza, junto con el abandono final.
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Su portada oeste, extremadamente sencilla, está trabajada a base de grandes dovelas que abarcan todas sus arquivoltas, pero tan solo en el frontal de la mas externa hubo figuraciones, aunque ha sido repicada y solo quedan restos de unas ondas.
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En la clave, destaca un curioso crismón de tipo “oscense”, con todos sus elementos correctamente colocados, pero que en cinco de sus seis gajos tiene unos insólitos semicírculos internos, más otros extraños elementos en el cruce de sus segmentos, a izquierda y derecha.
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El interior desborda también simplicidad cisterciense, lo cual sería bello de contemplar si no fuese por esa blasfema pantalla, sobre la que se proyecta cansinamente, una y otra vez, repetido hasta la náusea, un horrendo vídeo presuntamente ilustrativo del lugar y sus constructores. Sentimos ganas de arrancar los candados del túnel que, bajo el ábside, perfora la roca, se divide en tres y acaba lejos del cerro, para que nos permitiera escapar al martirio audiovisual que profana este lugar sagrado.
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No obstante, si rebuscamos un poco veremos ciertos detalles figurativos. Alguna inscripción, las abundantes marcas de cantero, algún capitel tímidamente escondido en las ventanas, acertadamente cerradas con placas de alabastro que tamizan la luz, y alguna otra pieza esculpida.
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Se trata de capiteles vegetales, sencillos pero bien trabajados, donde la única concesión figurativa consiste en elementos de la Naturaleza: hojas, tallos, algún fruto, como reflejo de la gloria de su divino creador. Porque san Bernardo proponía a sus monjes una meditación interiorizada, ajena al mundo físico que nos rodea.
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En la clave, destaca un curioso crismón de tipo “oscense”, con todos sus elementos correctamente colocados, pero que en cinco de sus seis gajos tiene unos insólitos semicírculos internos, más otros extraños elementos en el cruce de sus segmentos, a izquierda y derecha.
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El interior desborda también simplicidad cisterciense, lo cual sería bello de contemplar si no fuese por esa blasfema pantalla, sobre la que se proyecta cansinamente, una y otra vez, repetido hasta la náusea, un horrendo vídeo presuntamente ilustrativo del lugar y sus constructores. Sentimos ganas de arrancar los candados del túnel que, bajo el ábside, perfora la roca, se divide en tres y acaba lejos del cerro, para que nos permitiera escapar al martirio audiovisual que profana este lugar sagrado.
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No obstante, si rebuscamos un poco veremos ciertos detalles figurativos. Alguna inscripción, las abundantes marcas de cantero, algún capitel tímidamente escondido en las ventanas, acertadamente cerradas con placas de alabastro que tamizan la luz, y alguna otra pieza esculpida.
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Se trata de capiteles vegetales, sencillos pero bien trabajados, donde la única concesión figurativa consiste en elementos de la Naturaleza: hojas, tallos, algún fruto, como reflejo de la gloria de su divino creador. Porque san Bernardo proponía a sus monjes una meditación interiorizada, ajena al mundo físico que nos rodea.
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Tan solo en las ménsulas, que sirven de quicialeras, a cada lado de la puerta, se han permitido los templarios “la alegría” de unas figuras reconocibles. Una cabeza de cabra, de largos cuernos y luenga barba, a un lado, y una cabeza de lobo, al otro, como guardianes de la capilla.
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Seguramente, habría algunas otras piezas escultóricas repartidas por los diferentes edificios de la fortaleza, pero la estupidez humana y sus guerras las hicieron desaparecer.
En 2009, al cumplirse 700 años de la caída del castillo y la rendición de los templarios, todavía debemos dar gracias porque resten estas humildes muestras de aquella pasada grandeza.
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Salud y fraternidad.
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Salud y fraternidad.